El título completo de este artículo es Los muertos del cementerio. Reflexiones a vuelapluma sobre el adiós. El título, incluso para los familiares cuya filosofía opta por cremar a los suyos, es universal. No hay quien, salvo la innombrable realidad de los desaparecidos —México como México—, de los asesinados en campos de concentración, de los ahogados en los mares en busca de la vida, o de los finados en los desiertos de Arizona, que no tenga seres queridos en los cementerios. Los panteones no son, por supuesto, universidades, son sitios donde el ambiente, las tumbas, los epígrafes y los pinos detienen el tiempo e invitan a meditar. No son, repito, universidades, son escuelas.
En las avenidas, entre los sepulcros, al caminar, el modus vivendi de los panteones evoca: sentir el pasado, comprender la absoluta imposibilidad del retorno y ser testigo, en este caso auto testigo, de la incapacidad de las palabras y, a la vez, de su necesidad es una suerte de experiencia frecuente cuando se deambula por los cementerios. Cuando el dolor habla —dolor dictat—, algunas personas no cuentan con la capacidad para expresar lo que se desea, para externar y compartir su tristeza. La permanencia de la muerte en los deudos, durante tiempos variables, es una realidad insoslayable. Los panteones suman. La vida de uno, la muerte de los seres queridos y el tiempo transcurrido se aprecian desde otra perspectiva en los cementerios.
Los muertos siempre se llevan fragmentos de uno. El deceso del ser querido confronta. Acaba una vida, sigue la de los deudos. Comparto algunas reflexiones.
Una vida vivida con decoro y dignidad permite acercarse a una muerte plena. Una vida bien vivida facilita caminar hacia la morada infinita. El mayor reto de la vida no es ni la vida ni la muerte, más bien es “cómo” morir.
Las enfermedades crónicas, devastadoras, incurables, que humillan y desfiguran tienen solución: la muerte.
En los cementerios, al caminar entre sus pinos o al acudir a un entierro, los recuerdos, las deudas y el dolor invitan. Repasar memorias y reflexionar en los instantes de los innumerables significados de vivir es pócima y tarea.Los cementerios, sobre todo cuando oscurece, abren puertas: mirar hacia dentro incomoda y/o estimula. Hay dos tiempos: tiempo vida, tiempo hoy. Quienes visitan con frecuencia a sus seres queridos en los panteones lo saben: los muertos no fenecen del todo mientras haya quien los recuerde.
Leo un autoepitafio: “Lo mío ya no era vida, apenas existencia”.
Dialogar con los muertos tiene ventajas: no se miente, no se deforma, nada se esconde. Quien lo hace se beneficia: hacer del pasado presente siembra. El inmenso, perenne e insalvable misterio de la muerte debe aceptarse; no hay otra opción: nadie ha regresado para compartirnos su proceso. Los panteones son testigos mudos del gran misterio de la humanidad, misterio quasi tan viejo como nuestra historia: ¿todo finaliza tras la muerte?
Aunque en la actualidad una serie de estudios demuestran que algunas especies animales saben que van a morir, sólo la nuestra sepulta a los suyos en lugares construidos ex profeso con esa finalidad. Bien lo dice Luis Fernández Galiano: “Somos el único animal que posee ritos funerarios, y antes de ser monos gramáticos fuimos monos sepultureros”. Enterrar, sepultar, erigir túmulos variopintos es una actividad propia de los seres humanos. Los panteones son escuela: somos monos sepultureros y en el camino aprendemos.
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