Me gusta la frase de Giuseppe Tomasi di Lampedusa; la he citado más de una vez: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. La idea proviene de la novela El Gatopardo. Con el paso del tiempo la sentencia se ha convertido en un concepto (casi)imprescindible para acercarse a diversos avatares de la vida. La frase, mientras no acabemos con la Tierra y ya sea inútil cavilar en ella, puede y debe reparafrasearse sin permiso —Lampedusa ha muerto—: “Si queremos que todo empeore, es necesario que nazcan más y peores políticos”. Imposible no es. Una mirada rápida al mundo basta. No todo sigue igual, todo se ha deteriorado. Leer las cifras alegres de los dueños del mundo es necesario. Los números, y sobre todo los porcentajes utilizados por ellos —el hambre, explican, disminuyó de 39.6% a 39.5%—, son una suerte de burla. La realidad, en cambio, no es maleable, es realidad. Ahí está: migrantes, refugiados, hambre, prostitución infantil, decapitaciones, etcétera.

Sería adecuado, regreso a Lampedusa, no seguir como estamos, sino, al menos, un poco mejor. Para eso debería servir el conocimiento y los años acumulados del ser humano en la Tierra. ¿Son los políticos los responsables de las brechas e inequidades entre los seres humanos sin olvidar el deterioro de la Tierra?

El Distrito Federal dio paso a Ciudad de México. Checoslovaquia engendró a la República Checa y a Eslovaquia. La otrora Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas han parido muchas naciones nuevas; la primavera árabe feneció antes de florear y devino cientos de miles de muertos; Yugoslavia se esfumó y en las mismas tierras nacieron entre seis y ocho repúblicas —la cifra depende de filias o fobias políticas—; en 2014 Crimea se independizó de Ucrania y se convirtió en la República de Crimea: hasta ahora sólo ha sido reconocida por la Federación de Rusia. Y así el ser humano, y así nuestra historia: engendrar/destruir, parir/derruir, crear/arruinar. No divaguemos ni busquemos pretextos: no son culpables los genes, es nuestra especie la responsable. Testigos sobran: bastan las calles que habitamos y deshabitamos. En ellas somos: con la excepción de los expertos (bien) asalariados de los “Bancos Mundiales y los FMI”, cuyas miradas optimistas enferman, caminamos un paso adelante y retrocedemos dos o más. El poder del Poder ha servido de poco o nada. La historia tampoco es culpable: se escribe conforme a los sucesos y se narra con el rigor de los hechos. Todo depende desde dónde se mire. La “nueva lista” la encabeza la Tierra enferma, enferma por el ser humano y por las teorías negacionistas de los ultras. Nada ni nadie en la Tierra conjuga un binomio tan contradictorio como el de los seres humanos.

Vivo en el Distrito Federal. El gobierno previo buscó dejar huellas imperecederas. Cambiar el nombre y llamarla Ciudad de México le garantizó al jefe de gobierno anterior, cuyo nombre prefiero no recordar, ser parte del sofisticado rubro de la inmortalidad a pesar de que algunos de sus colaboradores se encuentran encarcelados. Tras los cambios de nombre o las escisiones, ni el DF, ni Crimea, ni Macedonia, ni Serbia gozan de mejor salud. Veremos cómo pervive Gran Bretaña tras el Brexit.

Incontables políticos han fenecido. Una minoría ha sido juzgada y castigada. Pocos, al abandonar su cargo, son venerados. Pocos —de “izquierda”, de “derecha”, o de la nueva camada conformada por políticos de izquider o derizqui— merecen, tras acabar su expolio/mandato, respeto o admiración.

Hemos cambiado de década. El reto, a partir de ahora, sin soslayar justicia, libertad y pobreza es el cambio climático. Esta década deberá ser el decenio de la Tierra. De no serlo, las modificaciones en los nombres de países y ciudades quedarán estampados en los libros de Historia como una más de las incontables sandeces de los políticos.

Reescribo de nuevo la idea de Lampedusa. Espero que no se revuelva en su tumba —salir de ella de ninguna forma le conviene—: “No es necesario que todo cambie si queremos que todo empeore”.


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