Hubo un tiempo, no muy lejano, donde la muerte formaba parte de la vida. El evento final le pertenecía a quien marchaba y a sus seres queridos. Cuando era factible, el proceso, los últimos días de la persona enferma, se llevaban en casa, en su cuarto, cobijado por recuerdos, por la familia y al lado de los enseres íntimos cuya historia representaban fragmentos de su vida, de sus quehaceres y de la memoria de quienes se apersonaban para acompañar.
El parto final duele y atemoriza menos cuando se transita acompañado, cuando antes del adiós, manos, miradas, silencio y palabras se convierten en el pavimento de quien marcha. Trascienden tanto el camino postrero como el lugar al cual conduce. Antes de llegar al último destino, a la estación final, bien vale la pena hacerle saber al ser querido que aunque la muerte pronto se hará de su cuerpo nos quedan su historia, sus palabras, la memoria. El instante infinito de dolor y miedo lacera menos cuando se marcha cobijado por familia, médicos y amigos.
Decir adiós nunca, ni cuando el deceso se desea por la carga de la enfermedad es sencillo. Sentir desasosiego ante lo desconocido es parte de la condición humana. Mayor lo es cuando no hay retorno. Acompañar cumple dos funciones: atempera el temor de quien parte y enaltece y humaniza a quien lo hace. Humano, humanizar, proviene de humus, tierra. Escribo dos veces tierra/Tierra: con minúscula como destino final, con mayúscula como casa de la vida y de la muerte.
Luchar cuerpo a cuerpo con su majestad la muerte ilumina a quien decide partir y a quienes ofrecen tiempo y escucha. La muerte es escuela. A la defunción de los seres cercanos siempre se le debe un sinfín de palabras e ideas. Nunca se fenece solo. Quienes aseguran que los muertos susurran y provocan desde su última morada guardan razón. El final nunca termina. El tiempo del final es como la vida: unos nacen, otros mueren. Todo continúa. Nuevas caras suplen a las viejas, nuevos vástagos se visten con las historias de los ancestros.
Morir con dignidad es un reto ingente. Atrapados por la tecnología, por atavismos religiosos, por médicos desoídos, distantes e impersonales, y por políticos torpes, desinformados e incultos, la sociedad, las personas que la conforman, deben tomar las riendas de la existencia. Para los librepensadores es deseable enaltecer el último tramo de su vida por medio de un epílogo propio, dictado desde la certeza de ser dueño de uno mismo sin obviar los consejos de los alter egos. Ni la vida ni el final deben medicalizarse. Medicalizar la existencia ofusca y empodera a los dueños de la sociedad. Quien penetra con la frente en alto a la última morada embellece su historia y hereda a los suyos el camino a seguir.
No hay recetas sobre cómo morir. Sí las hay de cómo vivir. Hay libros dentro de otros libros, noticias dentro de otras noticias y vidas vividas una y mil veces cuyo final se comprende mejor gracias a la muerte. Nuestro efímero paso por la Tierra se comprende mejor cuando el binomio vida/muerte forma parte del currículo peronal. Adueñarse de uno y decir adiós con decoro honra la existencia y arropa a los seres cercanos. Cuando la vida duele y no hay salida los días duran más de 24 horas. Morir con dignidad permite apagar la luz antes del anochecer. Una vida indigna destroza. Mejor fenecer en vez de pervivir.
Prescribir una buena muerte debería ser obligación médica y exigencia societaria. ¿Cómo debo y quiero morir? es una pregunta eterna. Apropiarse de los días y del pasado, y dirigir los últimos esfuerzos hacia los cuartos donde habitamos y nos habitaron los nuestros y nuestras cosas con la certeza de que el final no siempre es final, y la ausencia no siempre es ausencia, reconforta, abriga, consuela.
Hay seres cuya sabiduría y amor animan desde la muerte. Quienes parten motu proprio convierten la ausencia en presencia.
*Texto leído en la FIL en Guadalajara como parte de la conferencia Morir con dignidad.
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