Del “no sé”, concepto socorrido cuando se cavila en agnosticismo, a la definición del Diccionario de la Real Academia Española, “Actitud filosófica que declara inaccesible al entendimiento humano todo conocimiento de lo divino y de lo que trasciende la experiencia”, el trecho es pequeño. Dos palabras, “no sé”, resumen una forma práctica de mirar la vida; no contar con elementos para comprender “… lo divino” es otra vía para alejarse de la fe. La diferencia entre agnosticismo y ateísmo es inmensa. Los ateos afirman que no hay Dios mientras que los agnósticos no encuentran razones para creer en figuras divinas —ni tampoco en hadas, duendes, gnomos o fantasmas. “No sé” versus “no”, “duda” versus “absoluto”.
Los ateos conforman una escuela despreciada y vilipendiada por “algunos” religiosos. Entrecomillé algunos por una sencilla razón. En un mundo donde todo son estadísticas, ¿prefiere hacer el amor de noche o de día?, ¿considera que el candidato a la presidencia perdió la elección por el color de su corbata?, ¿piensa que los pequeños se desarrollan mejor si el perro que los acompaña es blanco o negro?, me sorprende la falta de estudios sobre el porcentaje de ateos y agnósticos en el mundo. Los agnósticos molestan menos a los fanáticos religiosos: “no sé” puede ser incomprensible pero no suscita odio, a diferencia de “no”, cuya totalidad genera incontables molestias, sobre todo para mentes no acostumbradas a dialogar. Tampoco hay estudios sociales ni los habrá acerca del número de agnósticos en el mundo: en los certificados de defunción o en los de admisión a hospitales o clubes deportivos, en el rubro religión no existe la cuadrícula agnóstico. Nuestra especie se decanta por la exactitud: sí o no son términos comprensibles, “no sé” contiene dudas e incertidumbre.
El ateísmo y el agnosticismo no son escuelas. Sería interesante su inclusión como materias de estudio a partir de los trece o catorce años en los currículos de las secundarias. Ambas me interesan como posturas ante la vida. Los inmensos avances de la ciencia y de la tecnología corren en paralelo a la creciente multiplicación de fanatismos religiosos y creacionistas. Entre una y otra hay una relación directamente proporcional. Mientras que la ciencia aporta incontables y fundadas pruebas de múltiples sucesos vinculados con la naturaleza —tsunamis, terremotos—, y con el ser humano —clonación, ingeniería genética—, los feligreses se ciñen a los dictados de sus ministros sin chistar, sin cuestionar. Contradicciones propias de nuestra especie. Darwin y Oparin como ejemplos de ciencia, e Infierno y Paraíso como admoniciones divinas (las mayúsculas I y P son intencionales).
La laicidad peligra. No es necesario acudir a ningún templo ni escuchar los sermones de los ministros religiosos para ratificar esa idea. Es suficiente observar los sucesos en algunos países como Polonia, México, Hungría, Israel o Estados Unidos para ratificar el ascenso, vía los discursos de sus líderes, de la pujanza de las religiones como materia estatal (había escrito cuasi estatal: borré cuasi).
Todo lo anterior lo explica con elegancia el darwinista Richard Dawkins, quien, en 2009, contrató publicidad en los autobuses de Londres con el lema: “Probablemente no hay Dios. Deja de preocuparte y disfruta de la vida”. La idea es inmensa y posible si la economía le permite a las personas vivir con dignidad, pero, eso es, como dice la sabiduría popular, harina de otro costal. Dawkins pone los puntos sobre las ies. Las religiones también lo hacen. En muchas naciones suman nuevos feligreses. Decantarse por uno u otro camino es opción personal.