Desde hace algunos años las agendas se han convertido en mis sensores. Me refiero, por supuesto, a las de papel. Esos bellos trebejos distribuidos en uno o varios anaqueles de las papelerías, tiendas, si no a punto de extinguirse, sí en franco estado de coma: ¿cuántas papelerías sobreviven en ciudades medianas o grandes? Su supervivencia clama acciones: ¿quién invertirá en ellas si existen tantos aparatos nuevos? La aparatización de nuestra sociedad no tiene límites. No ser un ser aparatizado es sinónimo de ser antediluviano. Las agendas menguan un poco la desgracia de transformarnos en un aparato de nuestros aparatos.
Las agendas orientan —qué falta, qué sobra—, miden el tiempo —un día, un fin de semana, un mes menos, diciembre, siempre diciembre—, valoran cómo funciona la persona —es decir, si las anotaciones significaron haber o no cumplido, si haber tachado “buscarle novia al perro de mi novia” fue o no adecuado—, recuerdan días festivos —en mi caso, sólo mexicanos—, alertan —pagar teléfono, impuestos, donativos, membresías, luz, agua, tarjetas de crédito, gimnasio, predial, renta(s): celular, internet, club de vinos y otros clubes—, colaboran y disminuyen la entropía —siempre están dispuestas y nunca se auto borran—, responsabilizan –imposible decir “se me olvidó”—, protegen —contra uno mismo y contra otros no mismos—, y, ¿qué más?: el tiempo, siempre el tiempo. Las agendas son tiempo. Las viejas agendas —no tirarlas es buena costumbre— recuerdan lo que fue, lo que no fue, lo que pudo haber sido y lo que nunca sucedió, mea culpa. Mea culpa debería ser marca registrada de alguna agenda.
Tengo la costumbre de guardar muchas cosas, una de ellas son mis agendas. Ser cosista es una extraña costumbre. Mejor es, como sugieren algunas filosofías orientales, desprenderse, desprenderse de todo (o de casi todo digo yo). Desconozco la arqueología y la psicología de los cosistas —faltan estudios ad hoc—, pero, conozco el perfil de algunos: obsesivos, añosos, inseguros, nostálgicos, melancólicos, incapaces de desprenderse de lo desprendible, incluso, me decía un amigo, de uno mismo. Hace poco me tropecé con ellas en un cajón: había veinte, todas diferentes, grandes, pequeñas, con tapa blanca, negra, roja, con una suerte de bolsita al final para guardar papelitos, con dibujitos, sin dibujitos, con líneas para escribir derecho, sin líneas para escribir chueco, con separador de hilo para no perder tiempo y llegar rápido al presente día, con espiral para arrancar la hoja, con pegamento para impedir la pérdida de hojas, con figuras y calcomanías de El Principito, y todas, todas con el 31 de diciembre al final seguida por tres o cuatro días del año siguiente como regalo de la compañía que vende las agendas y como recordatorio, ¡faltaba más!, para comprar la del año siguiente.
Andado cualquier año, hacia el final de diciembre, intento comprender una de las frases más trilladas, i.e., “eso del tiempo”. “Eso del tiempo” es sencillo y crudo: conforme se envejece, los diciembres corren cada vez más deprisa. El último más rápido que el previo, el previo más que los anteriores y el siguiente llega sin apenas haber transcurrido enero, febrero, marzo y sucedáneos.
Las agendas de papel son sensores y testigas de las prisas de la vida. Las he guardado con tesón. En mi cajón, como escribí, guardo veinte libretas/agendas, todas deshilachadas y todas llenas de tachaduras. Pensé, tiempo atrás, arropado por la melancolía propia de los años transcurridos, que, al sumar cientos de días e incontables anotaciones, podría, gracias a mis agendas, detener un poco el tiempo. Me equivoqué.