En una vieja libreta encontré un cúmulo de notas, algunas tachadas, otras subrayadas con amarillo, como antes se hacía. Unas las atesoro por ser los enfermos quienes hablan. Otras, por contener ideas inteligentes de mis maestros o de libros. Con el paso del tiempo aprecio, con un mirada diferente, las voces de los enfermos y las enseñanzas de los tutores.

La mirada y la voz de quienes miran y hablan a partir de la enfermedad difiere: un trastorno inédito recuerda las vivencias del cuerpo sano y desemboca en las mermas del cuerpo alterado. Las nuevas vivencias requieren dos lecturas: la del médico y la de los allegados. Cada una acompaña desde otra perspectiva: la del diagnóstico —metástasis pulmonar— y la del núcleo cercano: ¿cómo te ayudamos? Acompañar es la palabra.

Acompañar, en el mundo líquido, de Zygmunt Bauman, y de la efímera cotidianeidad, en los tiempos donde la rapidez domina, sigue siendo primordial. Poco se escribe en los textos de ética médica acerca de la necesidad de acompañar. Acompañar debería ser piedra angular de esa disciplina.

Henry Marsh, en Ante todo no hagas daño (Salamandra, 2016), narra, con agallas dignas de elogio, su travesía por el difícil mundo de la neurocirugía. Tras dialogar con una madre cuyo hijo recién había fallecido y a quien había operado años atrás, Marsh cavila en lo que él sufriría si su vástago fuese el enfermo. Escribe:

“Yo subí hacia la sala de pacientes. En las escaleras, me encontré con uno de mis residentes”,

—Acabo de ver a la madre de Darren, ha sido bastante triste.

—Hubo un montón de problemas, explicó el residente, cuando su hijo se estaba muriendo en la Unidad de Cuidados Intensivos. Ella no permitía desconectar el equipo de ventilación asistida, aunque el chico estaba clínicamente muerto. A mí no me suponía ningún problema, pero durante el fin de semana la situación se complicó. Algunos miembros del personal de anestesia y de enfermería se negaron a cuidarlo, puesto que tenía muerte cerebral.

—Madre mía… —exclamé.

En mis libretas encontré unas líneas extraídas de los dictados de un profesor acerca de los objetivos de la medicina. Tres son las metas decía el maestro. Transcribo la número dos: Curar, o cuando no se pueda curar, aliviar y siempre acompañar y consolar al enfermo.

En la misma libreta releí algunas notas de enfermos. Esos escritos reproducen su sentir. Las reescribo para mayor claridad:

• Mi enfermedad ha cerrado el libro de mi vida. La familia, a mi lado, me acompaña: Podré llegar al punto final con menos dolor.

• Lo sé. No puedo ignorarlo. Me lo han dicho mis doctores. Mi compañera y mis dos hijas escucharon. He iniciado el camino hacia la inexistencia. Doctores que no temen acercarse, y familia que habla conmigo sobre mi muerte son un regalo de la vida.

• Con la enfermedad uno cae; mientras pasan los días, se cae más abajo. No hay límite. Después del fondo hay otro fondo. He escrito algunas líneas sobre la ausencia del fondo:

“Escribir con la sangre cura”;

“Engañaré a la muerte: Las palabras escritas la detendrán un tiempo”.

Acompañar implica participar en los sentimientos de alguien. Acompañar en nuestro mundo líquido es infrecuente. Hacerlo beneficia, tanto al recipiendario como a quien lo hace.

Camus tenía razón. En La peste, abunda sobre el sufrimiento y sus lecciones:

—Doctor, ¿quién le enseñó todo eso?

La respuesta llegó pronto:

—El sufrimiento.

Recuerdo a uno de mis mentores. Decía: “Los verdaderos maestros son los enfermos”. Estaba en lo correcto. Acompañar debería ser figura ética.

Médico y escritor

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