En la Rumania de Nicolae Ceausescu (1918-1989) embarazar conllevaba inmensos peligros; Ceausescu gobernó desde 1967 hasta 1989 cuando fue fusilado en una plaza pública junto con Elena, su esposa. Corrupción, genocidio y abuso de poder fueron los cargos criminales. Dentro de la miríada de abusos del régimen comunista rumano, el maltrato a las mujeres fue execrable. Como parte de su ideario estableció, a partir de 1984, controles ginecológicos para impedir el aborto. Dada la pobreza de la nación y el racionamiento de algunos productos de primera necesidad, fracciones grandes decidieron no embarazar para evitar que sus hijos crecieran en situaciones precarias.
El sátrapa Ceausescu quería, a toda costa, incrementar el número de habitantes. En esa época no había anticonceptivos y la interrupción del embarazo estaba prohibida desde 1966. Con la finalidad de poblar Rumania creó cuadrillas de médicos y enfermeros acompañados por la policía, cuya misión era demoniaca: acudían, sin previo aviso a fábricas donde, sin su consentimiento, sometían a las trabajadoras a un examen ginecológico forzoso. El resultado de esa política fue terrible. Cuatro sucesos sobresalen: las mujeres que mostraban rastros de haber abortado eran condenadas a prisión; las embarazadas eran controladas con rigidez hasta el parto; cuando la policía confirmaba abortos clandestinos, los doctores eran encarcelados, y, por último, los hospitales tenían órdenes de no atender a mujeres que habían abortado pese al riesgo de morir sangrando. Además, diversas fuentes aseguran que a las madres con anemia se les inyectaba sangre con jeringas no desechables, cuyo resultado devino sida en “algunas” mujeres y niños. A quien desee más información, recomiendo la película rumana 4 meses, 3 semanas, dos días (2007), ambientada en los últimos años del comunismo, donde se muestra el viacrucis de dos estudiantes que se enfrentan al embarazo no deseado de una de ellas.
Lo anterior para compartir informaciones recientes sobre la situación del aborto en Polonia, nación gobernada por el partido de extrema derecha Ley y Justicia, el cual ha recomendado una disposición que exige a los médicos colectar datos sobre todos los embarazos. Las leyes polacas sobre el aborto son estrictas: sólo se permite llevar a cabo el procedimiento si la vida de la madre corre peligro o si el embarazo fue resultado de incesto o violación; a partir de 2021 no se permite abortar si el producto tiene malformaciones. Movimientos defensores de derechos humanos y políticos opositores han externado su preocupación; consideran, con razón, que si el Estado cuenta con los datos de las embarazadas, tanto la policía como los fiscales podrían llevar a cabo una campaña de vigilancia sin precedentes. Es diferente contar con información médica en países democráticos que en regímenes donde el Estado suprime los derechos de las mujeres.
Las palabras de Michal Gontkiewicz, ginecólogo polaco, son tajantes: “…las mujeres tienen miedo. Si experimentan un aborto espontáneo, lo cual de por sí representa un gran trauma, las autoridades podrían acusarlas de abortar motu proprio, lo que incrementaría su dolor y preocupación. Las pacientes tendrán miedo de embarazar no sólo por razones socioeconómicas, sino por las posibilidades de ser acusadas por actitudes criminales”.
Los sucesos actuales en Polonia recuerdan la negrura rumana. Controlar a las mujeres embarazadas en 2022 es una actitud medieval. Siri Hustvedt, Premio Princesa de Asturias, al reflexionar acerca del actual conflicto sobre el caso Roe contra Wade en EU escribió, “… es un error colocar los derechos del ‘no nacido’ por delante de los de las mujeres”. ¿Se repetirá la historia rumana en Polonia?
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