No debe sorprendernos en absoluto que el Presidente López Obrador vuelva a defender a Donald Trump precisamente cuando este corre el riesgo de ser encarcelado. Hace poco más de dos años López Obrador se hizo famoso en el mundo por ser uno de los últimos –o directamente el último, luego de Vladimir Putin– en reconocer el triunfo electoral de Joe Biden, contribuyendo así al clima de incertidumbre y suspicacia que el trumpismo intentaba crear alrededor de la victoria del candidato demócrata.

También, por supuesto, cuando el 6 de enero de 2021 una turba de fanáticos de ultraderecha soliviantada por el propio Trump tomó el Capitolio, el presidente mexicano nunca condenó los hechos y, menos aún, a quien los había provocado. Lamentó, ciertamente, la pérdida de vidas pero hizo uso de esa banderola que agita siempre que le conviene: la “no intervención”.

Todo esto, como digo, no puede sorprendernos, pero sí debe alarmarnos, y muy profundamente (incluso a los miembros de Morena) porque revela la admiración, reconocimiento y apoyo que el mandatario mexicano profesa hacia el primer presidente en la historia de EU que intenta dar, técnicamente, un golpe de Estado movilizando a sus partidarios para secuestrar y destruir la institucionalidad democrática del vecino país.

Ya desde aquel 6 de enero los focos rojos quedaron encendidos para quienes quisieran verlos. El presidente mexicano, que tanto gusta de la historia (sobre todo de contarla de forma por demás maniquea), debió saber que el asalto al Capitolio ordenado por Trump fue el segundo desde que en 1814 los británicos quemaron Washington. Algo tan aberrante y lleno de odio le pareció a López Obrador una simple manifestación de descontento, y no –como a la mayoría de los líderes democráticos del mundo– una salvaje agresión al voto de la mayoría, a los órganos ciudadanos que lo computaron y a la división de poderes.

Los próximos días un jurado determinará si Trump puede ser imputado o no. Si así sucede, esto será no por su documentada evasión de impuestos como empresario, ni por la insurrección y sedición por él promovidas durante aquel

fatídico 6 de enero, sino por el pago de 130 mil dólares (dinero de una campaña electoral) para comprar el silencio de una actriz porno, Stormy Daniels, una aventura que tuvo desde antes de las elecciones de 2016 que lo llevaron a la presidencia de Estados Unidos.

Ante la noticia, López Obrador, indignado, se erigió en supremo juez y exoneró a Trump convirtiendo el escándalo en simples “asuntos amorosos”. Pero fue más allá: “No nos chupamos el dedo –dijo en su conferencia matutina–, de lo que se trata allá en Estados Unidos es evitar que Donald Trump vuelva a contender a la Presidencia, de que vuelva a aparecer en las boletas… entonces le están inventando un montón de cosas así como a mí”.

Ya enfilado en sus apreciaciones, AMLO dijo también que el informe sobre derechos humanos que acaba de presentar el Departamento de Estado (y donde México figura como un territorio que se haya en buena medida en manos del narcotráfico), era ni más ni menos que un “bodrio” producido por el “departamentito” del vecino país.

Para dimensionar la gravedad de lo que dice López Obrador, imagine el lector por un momento que en México empieza un juicio contra Felipe Calderón y que el Presidente Joe Biden declara que las acusaciones en su contra son meros infundios y que todo debe ser una jugarreta para evitar que influya en los próximos comicios presidenciales. Imagine igualmente que Biden calificara como “bodrios” los documentos oficiales en los que el gobierno mexicano niega la influencia y control que mantiene el narcotráfico en muchas zonas de la República. Sería una aberración, ¿verdad? Y López Obrador, que siempre opta por la calle para defenderse, seguramente convocaría a otra marcha.

La empatía y respeto que tiene por Trump, como si se tratara del hermano que no tuvo, nos habla de todo lo que comparten: su conflicto con los medios de comunicación que hacen su trabajo, su desprecio por la ley --particularmente la Constitución—y las instituciones democráticas, su estilo cínico para negar los hechos y datos objetivos, su permanente convocatoria al odio y la discordia, así como su desafecto y rencor hacia todos los sectores ilustrados, científicos, universitarios e intelectuales. ¿Qué mayor identidad podría pedirse?

Por otro lado, AMLO intuye que una parte de su proyecto está anclada a la suerte que corra Trump. Habiendo apostado por él en diversas oportunidades, no le gustaría verlo en prisión y tampoco fuera de la boleta (el de Palacio Nacional ignora, por cierto, que puede ser candidato incluso si es imputado). Para López Obrador, un escenario ideal sería el regreso de Trump o de alguien

muy parecido a él a la Presidencia de EU, junto desde luego con la continuidad de la 4T en manos de su “corcholata” preferida.

La simbiótica relación que AMLO ha decidido establecer con Trump desde hace años, no significa nada bueno para la democracia mexicana. Es toda una advertencia acerca de lo que puede hacer (nuevamente, porque recordemos que ya lo ha hecho antes) si la Suprema Corte de Justicia le corta las alas a sus ilegalidades o si el voto popular le resulta adverso en 2024: llamar a su masa de seguidores más fieles a protestar, tomar oficinas, hacer plantones, etc.

Lo que es un hecho es que, desde la prisión, la Casa Blanca o donde se encuentre, Donald Trump sonreirá orgulloso de tener tan buen discípulo y amigo mexicano.

@ArielGonzlez

FB: Ariel González Jiménez

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