Luego de un intenso abucheo en las redes sociales ante la expectativa de que México acompañara en su cuarta unción en el poder al dictador Daniel Ortega, la cancillería mexicana anunció el pasado domingo 9 de enero que no se enviaría ninguna representación a ese acto. Sería ingenuo suponer que esta decisión se tomó gracias a esa protesta, pero lo cierto es que por un momento pareció como si la indignación de un sector —informado y preocupado, sin duda— fuera tomada en cuenta.
Sin embargo, no pasaron ni 24 horas antes de que el presidente López Obrador le enmendara la plana al titular de la SRE, Marcelo Ebrard, aduciendo que “nosotros tenemos buenas relaciones con todos y no queremos ser imprudentes…” Una aviesa forma de decir que su gobierno de un modo u otro haría acto de presencia.
Tal vez hubiera querido que el propio Ebrard fuera en su representación, pero considerando las circunstancias se conformó con que el más alto funcionario de nuestra Embajada en ese país (oficialmente todavía no tenemos embajador, aunque ya se sabe quién será y por lo visto está a la altura del nefasto encargo), junto con Alberto Anaya, dirigente del Partido del Trabajo, asistieran a esa infame ceremonia donde Ortega se ungió de nueva cuenta como presidente de Nicaragua con todos sus opositores en la cárcel, bajo tierra, perseguidos o en el exilio.
En la lógica presidencial, la política exterior sirve para promover falacias como el Plan Mundial de Fraternidad y Bienestar (que en forma involuntaria regocijó a los representantes ante la ONU durante su presentación, no hace mucho), pero también para tener “buenas relaciones con todos”, así se trate de gobiernos dictatoriales como los de Cuba, Venezuela y Nicaragua que violan sistemáticamente los derechos humanos y aplastan las libertades democráticas. Según esta interpretación, habría sido “imprudente” dejar al sátrapa Ortega sin el arropamiento diplomático que el gobierno de la 4T viene otorgándole a gobiernos como el de él, condenados ampliamente por la comunidad de naciones democráticas y con innumerables expedientes y resoluciones en su contra por parte de los organismos de justicia y derechos humanos internacionales.
Denunciar las atrocidades cometidas por un gobierno contra sus ciudadanos sería, según el singular manual diplomático de AMLO, “intervenir” en los asuntos de otra nación. En cambio, hacerse de la vista gorda frente a los crímenes de la dictadura nicaragüense o enviar una representación diplomática para saludar una reelección a todas luces ilegal, eso de ninguna manera es intervenir. Es el truco, bastante ramplón, de fingir neutralidad cuando es inocultable la enorme simpatía que se tiene por el estilo brutal de gobernar de Daniel Ortega y su consorte, Rosario Murillo.
Es tristemente contradictorio que al mismo tiempo que México hacía acto de presencia en la toma de posesión del usurpador Ortega, el secretario Marcelo Ebrard les asegurara a los Embajadores y Cónsules que la política exterior hoy goza de peso y consideración “en todos los ámbitos, desde el Consejo de Seguridad hasta todos los espacios multilaterales, porque tiene autoridad moral y prestigio político”. Pero es más triste y vergonzoso, asegurar que “eso se debe en buena medida a quien encabeza [el Gobierno de México] que es el presidente López Obrador y la transformación que él está defendiendo”. (Cito boletín de la SRE del 10 de enero pasado).
Ciertamente, el prestigio histórico de la política exterior mexicana permanece y es imborrable toda vez que está fincado en nombres tan sólidos como Isidro Fabela, Gilberto Bosques o Alfonso García Robles, y ha sido obra de diversos gobiernos que en esta materia supieron entender su momento histórico y servir con tino a valores superiores como los derechos humanos.
Pero el prestigio de la política exterior que tocaba al gobierno de López obrador cuidar y cultivar, ese simplemente se ha ido a la basura enviando “cónsules” como la impresentable Isabel Arvide o embajadores de dudosa calidad ya no digamos diplomática (porque no son diplomáticos) sino moral, avasallando y humillando al servicio exterior de carrera como nunca antes. Ante todo, el prestigio que le correspondía defender se ha perdido con la complicidad y protección que insiste en darle a tiranos bananeros como Ortega.
Y de la “autoridad moral” que presumen, no creo que quieran averiguar qué opinan de ella los presos de esas dictaduras, los deudos de los asesinados por grupos paramilitares o directamente el ejército, los que viven la censura y la persecución cotidiana, lo mismo que quienes han tenido que abandonar su patria porque saben que su vida corre peligro.
Después de abrazarse con los tiranos como hermanos —sí, parafraseo “La puerta de Alcalá”— ¿de qué “prestigio y autoridad moral” de nuestra política exterior hablan López Obrador y su canciller?
FB: Ariel González Jiménez