Desde la llegada de López Obrador a la Presidencia, México participa de una organización que no ha sido constituida formalmente, pero que agrupa a los líderes populistas “progresistas” de América Latina, aquellos que despiertan y se duermen con la palabra “pobres” (o “pueblo”) en la boca. Se trata de algo que a falta de mejor nombre empieza a ser reconocida como la Internacional Populista de América Latina, una asociación informal de gobiernos que no tienen ninguna estima por las instituciones democráticas, ningún respeto por sus opositores y, en muchos casos, tampoco por los derechos humanos.
Comparten “principios ideológicos”, pero bien visto se trata más bien de principios demagógicos: groseros nacionalismos, “soluciones” mágicas para problemas complejos o defensa de la soberanía entendida como derecho a cometer todos los atropellos que se les ocurra en “su” territorio. Pero también comparten prácticas como la militarización, la corrupción a gran escala (sin órganos autónomos que los vigilen, ni prensa libre que los denuncie) e incluso diversos negocios y alianzas con grupos criminales que operan también en toda la región.
Entre las membresías más veteranas de este club están las dictaduras de Venezuela, Cuba y Nicaragua, pero también cuentan entre sus afiliados a quienes por una y otra razón no han podido hacerse del poder total, clanes como los Kirchner en Argentina, patriarcas como Evo Morales en Bolivia o mesías como el propio López Obrador. Quizás haya que considerar a un nuevo integrante: Pedro Castillo, a todas luces un avanzado discípulo de los anteriores, quien no ha perdido un minuto en autoproclamarse “presidente electo” de Perú, sin esperar el anuncio oficial.
No son iguales, todavía (México no es Venezuela, ciertamente, ni Argentina es como Nicaragua) pero comparten “ideales” y no dudan en conformar frentes diplomáticos para apoyarse mutuamente cuando las cosas no marchan bien debido a la terca resistencia que de pronto encuentran entre la parte “mala”, “privilegiada” o “proimperialista” de sus pueblos. Así, por ejemplo, cuando el compañero Evo Morales tuvo que salir huyendo de Bolivia tras una revuelta que se opuso a su último intento de reelección, inmediatamente toda la hermandad de líderes de “izquierda” denunció un “golpe de estado” y México abrió un puente aéreo para improvisar el rescate del prócer de los “derechos indígenas” (en realidad un ladino que se hizo pasar como el primer presidente indígena de Bolivia sin hablar ninguna lengua originaria).
Igualmente, cuando “la hermana república” de Venezuela, es decir, los herederos de Hugo Chávez, ha enfrentado presiones de Estados Unidos o de los organismos de derechos humanos internacionales por su actuación represiva y violatoria de las libertades más elementales, el apoyo “solidario” de México se ha hecho presente. La asamblea de la Organización de Estados Americanos ha sido el foro donde la diplomacia mexicana se ha visto reducida a una complaciente merolica que repite –siempre que los afectados por alguna resolución son los gobiernos “hermanos” de la Internacional Populista– la misma cantaleta: principio de no intervención, principio de no intervención…
La más reciente y deplorable actuación de la diplomacia mexicana en la OEA favoreció con su abstención a uno de los consentidos de la Internacional en cuestión: Daniel Ortega, dictador con todas las credenciales de presentación que sueña al lado de su mujer, Rosario Murillo, con fundar una dinastía que supere a la de los Somoza, depuesta por la revolución sandinista en 1979. Mientras que la mayor parte de los países integrantes del organismo internacional condenaron el arresto de los opositores al gobierno de Daniel Ortega (ni más ni menos que tres destacados sandinistas de la primera hora: Dora María Téllez, Víctor Hugo Tinoco y Hugo Torres) y pidieron su liberación, México se alineó con Argentina para manifestarse en contra de “los países que, lejos de apoyar el normal desarrollo de las instituciones democráticas, dejan de lado el principio de no intervención en asuntos internos”.
En otras palabras, a la cancillería mexicana y su aliada argentina les parece que asesinar a cientos de opositores y encarcelar a sus dirigentes, prohibir el derecho de manifestación o tomar por asalto las instalaciones de los medios de comunicación críticos –sucesos todos que viene sufriendo Nicaragua bajo la dictadura de Ortega– son parte del “normal desarrollo de las instituciones democráticas” que los países vecinos deben observar respetando el principio de “no intervención en asuntos internos”.
Así es como funciona la Internacional Populista: defendiendo la supuesta soberanía de sus afiliados para que estos sin problema puedan seguir violando sistemáticamente los derechos humanos y aplastando las libertades democráticas. Sin embargo, cuando sus dirigentes estuvieron en el campo de la oposición –y todos lo estuvieron– aprovechaban cada ocasión para exigir la condena internacional de los gobiernos tiránicos y de derecha que combatían. Para no ir más lejos, precisamente el Frente Sandinista de Liberación Nacional (antes de convertirse en el partido de un solo hombre) se benefició de una diplomacia mexicana que en ningún momento quiso lavarse las manos frente a la dictadura somocista esgrimiendo la letanía de la no intervención.
Por el contrario, México jugó un papel determinante brindando protección a los sandinistas en nuestro país y apoyando al Frente Sandinista de muchas formas, incluida la ruptura de relaciones con el gobierno de Somoza. La política exterior mexicana de entonces actuó con firmeza para defender principios superiores a la mera “no intervención”, esto es, la defensa de los derechos humanos y las libertades democráticas del pueblo nicaragüense.
Y no fue la primera vez que México privilegió estos principios. Si la cancillería mexicana hubiera hecho en 1973 la misérrima lectura que hoy hace del “principio de no intervención”, jamás habría abierto las puertas de su embajada en Santiago para acoger al exilio chileno, ni tampoco habría roto relaciones con el gobierno de facto del general Pinochet. Ni que decir tiene que igualmente nunca habríamos recibido al exilio español ni desconocido a Franco.
Puesta del lado de gobiernos dictatoriales como el de Ortega, la política exterior de López Obrador traiciona la dignidad que le dio lustre a la diplomacia mexicana en otras épocas. “No interviniendo”, interviene a favor de los nuevos gorilas centro y sudamericanos, que superan día a día a sus predecesores. Y traiciona también, por supuesto, las esperanzas de muchos latinoamericanos que creían ver en México un ejemplo de congruencia y firmeza en esta materia.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez