Desde hace varias semanas, las encuestas más serias registran una caída de la popularidad del Presidente López Obrador. Esta es ya de tal magnitud que por primera vez, según Consulta Mitofsky, la desaprobación promedio (52%) es mayor a la aprobación presidencial en el lapso que va de noviembre del 2018 a mayo de este año. Las cifras hacen evidente la gran distancia que hay entre este escenario de progresivo deterioro de la imagen y credibilidad del Primer Mandatario, y el que privaba a comienzos del año pasado (en febrero) cuando estas mismas encuestas mostraban un abrumador apoyo ciudadano que rozaba el 68 por ciento.
El enorme capital político de AMLO y su creciente dilapidación –mucho mayor que la prevista por sus adversarios– nos recuerda que en política ningún éxito es definitivo. Sin embargo, el porcentaje de la población que aprueba su gestión sigue siendo, desde luego, nada desdeñable; hoy mismo, con esos números a su favor, podría ganar holgadamente una elección presidencial.
Nadie, sensatamente, podría culpar al gobierno de AMLO de la aparición de un nuevo y peligroso coronavirus, ni de la sacudida que este produjo en la economía global; tampoco puede ser responsabilizado por la existencia del crimen organizado, que no nació ayer; ni siquiera podría imputársele totalmente la quiebra técnica de Pemex (aunque hace todo lo posible diariamente por adjudicársela). Pero lo que es un hecho es que su gestión ante todos estos desastres, viejos y nuevos, ha estado muy por debajo de las expectativas más modestas.
Y contra lo que supone convenientemente el Jefe del Ejecutivo, en la caída de su popularidad no hay “mano negra” ni de los conservadores (en abstracto), ni de la prensa fifí o los bots de las implacables redes sociales (en concreto), mucho menos de los partidos políticos opositores, casi moribundos. Todo se lo ha ganado a puro pulso en el sentir popular: el desencanto de muchos jóvenes que votaron por él pero que no quieren ser la permanente clientela burlada y engañada a disposición de su gobierno; los cientos de miles de desempleados de las últimas semanas que se suman de golpe a los primeros miles de desocupados producidos bajo la consigna de la austeridad gubernamental; los enfermos crónicos sin medicinas; el menosprecio de la lucha de las mujeres contra la violencia de género; la corrupción que campea en nombre del cambio, con los peores índices de transparencia y un puñado de familias (de compadres y amigos) beneficiarias de negocios como los de Manuel Bartlett e hijos; los médicos que han carecido del equipo más básico para enfrentar la pandemia (en el mismo Centro Médico Siglo XXI acaban de retar al director del IMSS, Zoé Robledo, a que atienda la contingencia con los cubrebocas que les otorga al personal que ahí labora, un reto que por supuesto el funcionario nunca aceptará); el aumento de la violencia criminal y la desconcertante cuanto indignante convocatoria presidencial a que sus protagonistas se “porten bien”… El listado de agravios es enorme y hace que día tras día muchos ciudadanos consideren las promesas del gobierno como letra muerta, cuando no prueba del más grotesco escarnio.
En teoría todo podría cambiar, es cierto, pero desgraciadamente entre los escenarios futuros, el peor es también el más realista: que López Obrador insista y persevere en su rumbo, convencido de que todo lo antes expuesto es una nube artificial, una percepción mediática fabricada por “el conservadurismo” para detener el avance de su gobierno. Con esa lógica, donde las adversidades son pura reacción del “viejo régimen” que se niega a morir, la perspectiva más plausible es que incluso busque acelerar la realización a toda costa de sus planes y proyectos, persuadido –con la obcecación que caracteriza a todos los líderes mesiánicos– de que el futuro soñado (por él) está cerca.
Lo veo entonces valerse de todo el servilismo de los legisladores de su partido (y de sus vergonzosos adláteres) para sacar adelante, apenas haya oportunidad, su iniciativa para tener el control del presupuesto y garantizar así sus programas sociales para el pueblo bueno –es decir, su clientela ideal–, lo mismo que la realización de sus más delirantes y arcaicos proyectos como Dos Bocas. Lo veo también protegiendo –a través de la Secretaría de la Función Público y él mismo ante los medios– a sus “más valiosos” funcionarios (sin duda con Bartlett a la cabeza). No faltará tampoco el gesto obsecuente con Donald Trump, para reactivar –en medio de lo peor de la pandemia o con muy alto riesgo aún– las cadenas de producción cuando el señor del norte así lo decida. Por supuesto, ignorará las propuestas de los empresarios y de todos los grupos y sectores que pretendan hacer valer sus “moditos” al margen del poder presidencial; no habrá rescates, se hundirán las empresas que se tengan que hundir (aunque se produzcan millones de desempleados). Seguirá plantando arbolitos en Palacio Nacional, promoviendo el beisbol, culpando de todo a los gobiernos anteriores. ¿Más violencia? Amor y paz. ¿Más mujeres golpeadas, asesinadas o acosadas? No, qué va, la familia mexicana tiene valores.
Lo imagino sin problema, hasta el final de su mandato, hablando de la maldad intrínsecamente neoliberal a la que por suerte él puso fin en nuestra tierra, ignorando conceptos como el PIB, ninguneando a los expertos, en fin, negando la realidad.
En medio del confinamiento sanitario, la catástrofe económica y el ambiente doblemente mortífero que se respira (por la pandemia y la violencia criminal en ascenso), la actuación del gobierno no es mala, es contraproducente. Que nadie se llame a sorpresa: el “remedio” está resultando peor que la enfermedad. En medicina a eso se le llama yatrogenia. En política, irresponsabilidad.
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