Hay algo definitivo, dramáticamente crucial en la muerte de una madre. Perdemos —mucho más desde luego si hemos estado cerca de ella, sobre todo al final de su vida— el contacto con ese terreno firme, seguro, que comienza con la leche materna y sigue con los mimos, los regaños, la preocupación infinita por nuestro destino, y sigue con esa, también interminable, devoción incondicional hacia nosotros, los hijos. Y como mi madre ha muerto poco antes de completar el siglo, con total lucidez, puedo decir que hasta su último aliento estaba impregnado de ese cuidado que daría todo por cambiar la suerte de sus vástagos, si era mala, o llevarla por mejor rumbo.
Excusará el lector que me refiera a un tema estrictamente personal, en principio, pero confío en que puede ser compartido con todos aquellos que han sentido la misma desorientación y vacío que ahora, frente a su muerte, me invade. Pareciera que todos lo vivimos, pero no es cierto: la estadística de ancianos abandonados es abrumadora, desquiciante cuando la conocemos, también en esto nuestro país no tiene madre, dicho del modo más coloquial, pero riguroso.
Por supuesto, el gobierno debe tener otros datos ahora (siempre los tiene), pero si les reconforta los de hace 10 años ya eran bastante alarmantes. En ese entonces, la Fundación UNAM, a partir de una investigación de Margarita Maass, señalaba que casi el 10% de la población está conformada por adultos mayores, de los cuales, el 25% viven en condiciones bajas de bienestar y el 20% en muy bajas.
Para 2018, según la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica (ENADID), en el país había 15.4 millones de personas de 60 años o más, de las cuales 1.7 millones vivían solas. Y algo más: siete de cada diez (69.4%) de estas personas que vivían solas presentaban algún tipo de discapacidad o limitación.
No encontré los datos del INEGI actualizados sobre estos temas, ojalá los tengan aunque quizá ya no le importe dar seguimiento a estos números porque al fin y al cabo en las mañaneras los pueden reinterpretar o directamente desmentir con tal que de que vivamos (propagandísticamente, se entiende) el mundo feliz de la 4T.
Ser viejo en México no es una fortuna. Lo único que ha cambiado en los últimos años, y parece una burla infame, es que el mundillo institucional ha dado en llamarles miembros de la “tercera edad”, “adultos mayores” (¿Hay adultos menores?) a los ancianos, lo cual no remedia ni favorece absolutamente nada. Es la corrección más estúpida que mi nonagenaria madre ignoró todo el tiempo. “Estoy vieja, punto”, me decía. Como lo estaremos todos, añado.
Escribo esto porque siempre le preocupó la suerte de “montones de viejitos que no tienen nada, ni quién vea por ellos”. No era su caso, por suerte, pero sabía que en nuestro país el abandono hacia ellos es terrible. Muchos están prácticamente secuestrados por sus familiares que sólo los mantienen con vida por la pensión y/o las ayudas del gobierno, otros más están literalmente solos, minusválidos, en la miseria, esperando la muerte.
Los viejos y enfermos son muchos más. Las salas de “urgencias” —donde casi nada es urgente— del IMSS, el ISSSTE y los hospitales públicos están pobladas de ancianos que mendigan durante horas, a veces días, la atención apropiada. Van, vienen, regresan, una y otra vez, y frecuentemnete sólo para morir. Visité muchos de estos sitios con mi madre, conocí muchas miserias y grandezas del servicio público dedicado al sector salud. No necesitamos médicos cubanos (es una humillación para nuestros doctores que se presente así el tema), necesitamos garantizarles seguridad en sus lugares de trabajo, mejorar la infraestructura, apoyarlos a ellos y las enfermeras y, desde luego, contar con lo indispensable, medicinas y materiales de curación, es decir, todo aquello que los políticos demagogos de la 4T que dirigen el sector salud no quieren reconocer.
Cuquita, mi madre, falleció en su casa, como ella quería. Sin embargo, como he dicho, muchas veces me habló de su preocupación por los demás —viejos y no— derechohabientes de las instituciones públicas de salud. Vio de todo y trató de huir del final, que puede ser terrible, en un hospital público. Lo consiguió: murió en su cama, mientras dormía. Eso me consuela, pero me recuerda que ella siempre pensó en los demás, en aquellos que viven el desamparo y el abandono en un país que creo tiene más albergues para perros que para ancianos, y con un gobierno que simplemente ha dejado hundir el ya de por sí deficiente sistema de salud heredado de sus antecesores.
Recuerdo a mi madre como era, compasiva y solidaria. Ojalá en México tengamos un día un gobierno que se preocupe por los ancianos más allá del clientelismo, y que sepa cuidarlos, aprovecharlos en el mejor sentido e e integrarlos hasta el final a las tareas de un México mejor. Quizás esté soñando, pero Cuquita me hubiera dicho que no hay peor lucha que la que no se hace.
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FB: Ariel González Jiménez