En 1733 apareció en Amsterdam un curioso folleto que hablaba de una presunta obra de Jonathan Swift: Arte de la mentira política, que supuestamente el autor desarrollaría en dos volúmenes para aquellos generosos lectores que se suscribieran a su publicación “antes del día de San Hilario”, pagando siete chelines por adelantado y otros siete al recibir el curioso tratado del autor de Los viajes de Gulliver.

El proyecto editorial anunciado en este breve escrito (que resumía lo que sería presuntamente el contenido de la obra) resultaba sumanente prometedor no sólo por el tema, sino porque el escritor irlandés era ya ampliamente conocido y respetado justamente gracias a la publicación en 1726 de las fantásticas travesías de su inolvidable Gulliver. Sin embargo, como nos recuerda Jean-Jaques Courtine, la obra nunca fue publicada y “no sabemos si los eventuales suscriptores fueron reembolsados”. Es decir, al parecer todo fue una gran mentira, acaso una estafa, pero como bien apunta Courtine “¡Mejores auspicios no podía tener un Arte de la mentira política!”

Todo indica que Swift no tuvo nada que ver con este embuste editorial. Tras largas pesquisas, se ha determinado que el verdadero autor de este texto fue John Aburthnot, otro autor satírico y médico de la Reina Ana para más señas. A él debemos entonces las profundas reflexiones sobre ese fino arte tan echado a perder en la actualidad por gobernantes cuya desfachatez está simplemente fuera de cualquier regla del buen mentir.

Asegura el folleto en cuestión que en el segundo capítulo de la prometida obra, Swift se encargará de examinar la “ naturaleza de la mentira política, que define como sigue: la mentira política, dice, es el Arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables y hacerlo a buen fin. Lo denomina Arte para distinguirlo así de la acción de decir la verdad, para la cual al parecer no se precisa de ningún arte”.

Para todos resulta evidente el enorme apego que tienen los políticos por la mentira, pero hasta el presidente municipal más rústico conoce o intuye esa gran premisa que proviene seguramente de nuestras rancherías: “no hay que hacer cochis tan trompudos”, con lo que se quiere denotar que, por ejemplo, al ejecutar cualquier cualquier acto deshonesto o atroz –y mentir lo es– conviene no exagerar.

En su brillante estudio preliminar al Arte de la mentira política, Courtine aborda directamente el tema: «…debe imperar una irrenunciable regla de oro: la verosimilitud. Nada peor que la exageración, “ esa prostitución de la reputación” (…) El arte del engaño no se rige por los excesos y sí por un cálculo… se trata de un arte sabio, del justo medio, una sutil técnica de la medida. El engaño debe mantener su proporción frente a la verdad, ante las circunstancias y respecto a los fines pretendidos».

No obstante, el Presidente López Obrador ha dejado muy atrás las recomendaciones más populares sobre el tema y, con mayor razón, los grandes consejos que sobre la ejecución del acto de mentir nos legó Aburthnot, el satírico escocés que se hizo pasar –con gran talento– por Swift. Todo hace suponer que su apuesta sigue el modelo de algunos gobernantes no muy bien recordados por la historia (aunque fueron en su momento más populares incluso que nuestro Primer Mandatario) que practicaban cotidianamente la idea de que si se trata de mentir hay que mentir en grande. Porque ciertamente, estos personajes, tiranos muchos de ellos, descubrieron que toma el mismo esfuerzo mentir “poquito” que en exceso. Su lección es que en esto de mentir no hay que andarse con pequeñeces: son preferibles los grandes relatos (como los de la 4T) que mienten de punta a punta.

Así ocurre también con el tema de la violencia, frente al cual el Presidente insiste en varias mentiras simultáneamente (¿por qué decir una mentira pudiendo decir desde el poder muchas más?). Primero, niega los hechos y, específicamente, los datos, sin importar que estos sean los datos oficiales de su propio gobierno. Así que cuando el periodista Jorge Ramos le mostró ayer las cifras de muertos y le demostró que su sexenio es ya el más violento de la historia contemporánea, la primera reacción de López Obrador fue un tajante “no coincido contigo”. Maestro de la posverdad, la operación que realiza es clara: toma los datos (de su propia administración) como una opinión, con la que se puede estar o no de acuerdo. Equivale a la idea de que si dos más dos son cuatro, podemos coincidir o no con este resultado.

Junto a esto niega toda responsabilidad, algo que él mismo decía, cuando era candidato, que sí tenían los presidentes en turno: no son culpables –decía–, pero sí responsables. ¿Por qué él no?). Y por supuesto, los culpables (ahora sí) y responsables (cómo no) de todo cuanto sucede en materia de violencia son de nuevo los gobiernos anteriores, cuando fueron creados los cárteles y grupos delictivos a los que “se les protegía y había contubernio”. Hoy, por fortuna, los resultados son “muy buenos” (sic).

El estilo presidencial de mentir tiene rasgos cada vez más grotescos. Los extremos delirantes a los que llega cotidianamente su discurso desconocen también —porque la popularidad inmediata engaña y ciega— el hecho de que las mentiras sólo son para siempre en la enfermiza cabeza de los mentirosos consuetudinarios.

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@ArielGonzlez 
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