A caballo entre el siglo XIX y XX, una actriz de enorme belleza y talento sin igual consiguió ponerse en el centro de la escena cultural europea. Se llamaba Sarah Bernhardt, y convocaba lo mismo el escándalo de las buenas conciencias que la profunda admiración del público más exigente y la comunidad intelectual.

La precedía su fama de extravagante (viajaba con un montón de mascotas y un féretro lleno de alhajas), así como de mujer libre de prejuicios y moralina. En una de sus visitas a Estados Unidos —todas triunfales— el obispo de Chicago advirtió a sus feligreses sobre “la corruptora influencia” de Bernhardt. Cuenta Roger Shattuck que cuando el representante de la actriz francesa supo de la campaña que desde el púlpito había emprendido el clérigo, le envió una atenta nota: «Monseñor: Acostumbro a gastar 400 dólares en publicidad, cuando acudo a su ciudad. Pero, como me ha ahorrado usted esa tarea, le envío 200 dólares para sus necesitados.»

Apenas observé cómo el Sumo Sacerdote de la Cuarta Transformación condenaba y maldecía a Xóchitl Gálvez por ser la presunta candidata del diabólico neoliberalismo y, además, por hacerse pasar por indígena (la muy cínica, sabiendo que es imposible ser indígena con zapatos de marca, con estudios superiores y, peor tantito, exitosa y viviendo en un barrio acomodado), inevitablemente recordé la anécdota de Sarah Bernhardt.

Pienso, por supuesto, que doña Xóchitl debería hacerle al señor Presidente un depósito, en el Banco del Bienestar sin duda, por toda la publicidad gratuita que le viene obsequiando a diario. No hay mejor campaña posible: los que no la conocían, ya la conocen; los que no sabían que vendía tamales, ya lo saben; aquellos a los que les resultaba indiferente (yo, entre ellos), empiezan a verla con interés y hasta simpatía; los que no creían que las “feministas”, “indigenistas”, y otros “progres” oficialistas podían caer tan bajo en su desprecio por una mujer que lo único que ha dicho es que viene de una familia muy humilde, ya lo vieron con sus propios ojos.

Desde Palacio Nacional hasta las redes sociales, los insultos, burlas y mil vilezas que le han endosado a Xóchitl Gálvez la han catapultado entre la ciudadanía como una opción real. Su entrada en la contienda por la candidatura presidencial ha roto todas las expectativas propias y ajenas. Varios aspirantes a la candidatura por parte de la oposición han decidido, sensatamente, bajarse o hacerse a un lado. Movimiento Ciudadano, el partido, se divide y vacila. Las campañas de las “corcholatas” se estancan y pierden reflectores, porque además su contenido (el consabido elogio al Presidente y la 4T) es insoportablemente previsible.

Xóchitl ha roto el esquema del juego. Su irrupción es todo un fenómeno político que tal vez encuentra su mejor explicación en la esfera de lo simbólico, donde justamente nació y creció la popularidad de AMLO y su movimiento: viene de abajo, de la pobreza, de la reivindicación de lo indígena, de todos esos referentes de los que la Cuarta Transformación se cree propietaria.

La reacción hacia Xóchitl, desde el Jefe del Ejecutivo (que en realidad sólo sabe actuar como jefe de partido) hasta el último de sus propagandistas, tiene una sola consigna: descalificar a la indígena “falsa”, a la tamalera, a la que “mancilla” la vestimenta tradicional de los pueblos originarios; a la que finge tener una cuna humilde, pero que en realidad viene del neoliberalismo, de la “mafia del poder”…

Increíblemente, los “humanistas” de Morena, se concentran en negar los orígenes, sobre todo la sangre y cuna, de una mujer. Les dan ganas de llamarla india ladina, como se le llamaba en la época de la Colonia (y todavía no hace mucho) a los indígenas bilingües, superados, astutos para sobrevivir y salir adelante en un contexto profundamente adverso. Claro, no se atreven, pero lo piensan.

En todo caso, Andrés Manuel y Xóchitl, como el sacerdote y el indio del “Nuevo catecismo para indios remisos”, de Carlos Monsiváis, participan respectivamente de una escena de poder y resistencia. Después de cinco años de enseñar diariamente el catecismo de la Cuarta Transformación, su máximo clérigo se enfrenta a una mujer a la que él le niega incluso su raíz indígena, pero a la que ordena investigar y maltratar porque puede soliviantar a toda la “indiada”, la real (mestiza en su inmensa mayoría, ávida de oportunidades para progresar), no a sus “inditos” ideales, casi de peluche, dóciles, de huaraches y, sobre todo, pobres por los siglos de los siglos.

El Sumo Sacerdote advierte el peligro. Entre esa “indiada” hay una mujer que le salió muy respondona —¿ladina? ¿remisa?, no sabe cómo nombrarla— y que ha dicho, claro y fuerte: “No, señor cura, de ninguna manera. A mí su Catecismo no me gusta” (Monsiváis, dixit).

@ArielGonzlez

FB: Ariel González Jiménez

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