Hace casi cincuenta años, el escritor Henry Miller se lamentaba en estos términos, que podrían haber sido escritos la semana pasada, de la situación política y social en Estados Unidos:
“Nuestro propio país se desmorona: ciudades y estados están al borde de la quiebra, cunde el disenso, faltan fondos para la educación, millones viven al borde del hambre, el racismo está desatado, el alcohol y las drogas minan las vidas de jóvenes y viejos, el crimen va en aumento, disminuye el respeto de las leyes y el orden, la polución de nuestros recursos naturales raya niveles de miedo y no se ve un líder en el horizonte... Se podría seguir enumerando los males que nos aquejan. Y sin embargo vamos por el mundo jactándonos de que nuestro modo de vida es el mejor, nuestra democracia un regalo para el mundo, etc. ¡Qué estúpido, qué absurdo, qué arrogante!”
Los problemas de Estados Unidos, como se ve, no son nuevos y en un momento dado, sobre todo cuando la crisis económica y los efectos internos de la globalización hicieron mella en diversos sectores, se produjo un malestar e inconformidad que supo aprovechar el discurso y la práctica populista de Donald Trump para alcanzar la Presidencia.
Desde luego, no arregló los problemas más importantes y trascendentes: ignoró ý negó el cambio climático, retirando a Estados Unidos del Acuerdo de París; exacerbó el racismo, promovió leyes de migración a la medida de sus nociones sobre el tema (“¿Por qué recibimos a gente de países de mierda”?), impulsó la construcción de un muro en la frontera mexicana e insultó con absoluta bajeza a los mexicanos, algo que ni Peña Nieto y (mucho menos, contra lo que podría pensarse) López Obrador, fueron capaces de responder.
Apretando por aquí y por allá (también emprendiendo una guerra comercial contra China) Trump consiguió algunos buenos resultados económicos con los que fanfarroneó un tiempo. Pero vino la pandemia del Covid-19 y convirtió a “la nación más poderosa de la tierra” en la más vulnerable a esta enfermedad, poniéndola a la cabeza de los países con mayor número de víctimas mortales (más del 20 por ciento del millón de muertos que se ha cobrado en todo el mundo el coronavirus).
Pero lo que sin duda Donald Trump ha conseguido en estos años es un liderazgo en el terreno del populismo global. Mucho de lo que ha sido su agenda y estilo de gobernar parecen ser la fuente de inspiración de gobernantes como Jair Bolsonaro, Viktor Orbán o aquí, sin ir más lejos, López Obrador.
Nunca pensamos que mucho de lo que se ha escrito sobre el régimen de Donald Trump nos vendría en México y otras partes del mundo (cito a un clásico) “como anillo al dedo”: la crónica de su combate a la prensa libre, su gusto por las fake news (o la instauración de la posverdad a partir de sus “otros datos”), su desestimación de la pandemia, su desprecio por la ciencia, el medio ambiente y la idea de un mundo sustentable, su labor para someter las instituciones del Estado, controlar la justicia y minar a los organismos e instancias que sirven de contrapeso al gobierno, en fin, un talante autoritario que ahora, ante el escenario de la derrota, saca sus colmillos más afilados y clama: “¡Fraude!”.
El futuro de la democracia es siempre incierto, entre otras cosas porque todo el tiempo puede ocurrir que al ganar el poder un antidemócrata socave o destruya las bases mismas de la vida democrática. Esa ha sido la apuesta de Trump y hay que reconocer que ha ganado terreno. La crisis institucional que busca producir sembrando sospechas sobre la confiablidad del proceso electoral, es una fórmula que ya otros en el pasado, como López Obrador, han hecho suya de forma muy eficaz. Trump lo hace ahora desde el poder, pero dejando claro un mensaje condicional que ya conocemos en México: la democracia sólo es tal cuando es mío el triunfo.
No hay que forzar nada para comprender las profundas semejanzas que hay entre Donald Trump y sus epígonos europeos y latinoamericanos. En su libro Sobre la tiranía, Timotthy Snyder, nos recuerda (porque ya lo deberíamos saber si algo hemos aprendido de la historia) el método utilizado por esta clase de dirigentes para buscar ponerse por encima de la realidad.
En primer lugar, según Snyder, estos políticos muestran una “hostilidad declarada a la realidad verificable, que asume la forma de presentar las invenciones y las mentiras como si fueran hechos. También practican “el encantamiento chamánico”, que consiste en repetir cotidianamente consignas, motes y planteamientos que después la gente repite. (“Prensa chayotera”, por ejemplo, ¿les suena?).
A partir de promesas imposibles de cumplir, estos personajes promueven el pensamiento mágico. En esa perspectiva, en México íbamos a crecer a un 6 por ciento anual. Trump ha planteado cosas semejantes que a Snyder le hacen reflexionar: “Aceptar falsedade tan radicales (…) exige un abandono flagrante de la razón”.
Finalmente, está “el tipo de afirmaciones autodeificantes” propias de los dirigentes mesiánicos que buscan convertirse en el factótum de la solución a los problemas nacionales. Esto produce una fe ciega que hace posible un inmenso respaldo popular. Hay que ver, horrorizados, la cantidad de gente que salió a votar no por los republicanos, sino por Trump.
Y es que el todavía presidente norteamericano ha puesto en práctica todas las facetas del populismo autoritario. Lo que estamos viendo ahora es su última carta: violentar con procedimientos legaloides la voluntad de la mayoría. Si lo consigue, habrá herido fatalmente al sistema democrático de Estados Unidos y eso se convertirá en una señal de aliento para los regímenes autoritarios en todo el mundo. Pronto lo sabremos.
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