Los días de enfermedad y convalescencia del Presidente López Obrador afortunadamente han quedado atrás. Sin embargo, mientras transcurrían, hicieron patente la franca debilidad y grisura –incluso nulidad– de su gabinete. El virus que detuvo por dos semanas la agenda del Jefe del Ejecutivo nos vino a revelar con toda nitidez otro mal que México creía superado: la enorme concentración del poder en la figura presidencial.
El desconcierto, la vacilación y hasta torpeza de los ministros y funcionarios que lo rodean quedó irremediablemente comprobada en esa temporada –por suerte breve– en que el Primer Mandatario debió guardarse. Lo más preocupante, sin embargo, es que este cuadro de inoperancia y vacío de poder que se generó con su ausencia, lejos de preocupar al Primer Mandatario le debe haber llenado de una secreta satisfacción: en el país no se mueve nada sin que él lo decida. En apenas dos años su gobierno ha conseguido que todo vuelva a ser como en los mejores días del presidencialismo priista.
De regreso a su dinámica cotidiana, López Obrador puede ver lo que ya prácticamente es una realización suya: México no es un país de instituciones, quizás nunca lo fue pero ahora menos que nunca, porque eran casi todas “neoliberales” y no seguían el interés del pueblo sino de una banda de corruptos; entonces, hoy lo que priva es el interés de los más pobres y él lo personifica. Y es tan alto y tan noble el objetivo de materializar las aspiraciones de los pobres, que ha tenido que optar por un mal “necesario”: concentrar el poder, especialmente en todas las áreas esenciales que le permitan llevar a buen puerto su proyecto. Como dicen algunos personajes protagónicos del cine: si quieres que algo funcione lo tienes que hacer tú mismo. Es un hecho que de pronto hasta el mejor líder puede estar rodeado de esbirros inútiles, lo que hace indispensable que él tenga el control total y que sus colaboradores se abstengan de tomar la iniciativa.
Con esa misma vocación práctica, y sin duda teniendo en mente los intereses de la patria, los viejos políticos autoritarios del PRI generaron una máxima: “el que delega, pierde”. Y para no “perder”, AMLO se ha ocupado de decidir absolutamente todo, como líder supremo y único de la Cuarta Transformación. Es cierto que finalmente encontró una institución de todas sus confianzas, el Ejército, para llevar a cabo sus proyectos estelares, pero en lo que hace a la esfera de los funcionarios de su gobierno se ha encargado de que estén poco menos que pintados en la pared o que hagan las veces de floreros.
Un comentario aparte merece la relación de un gobernante con tanto poder y las Fuerzas Armadas. No fue él, ciertamente, quien las sacó a la calle para atender la crisis de seguridad, eso se lo debemos a Felipe Calderón; pero habiéndolas encontrado tan activas y útiles, descubrió que sería un error devolverlas a sus cuarteles (cosa que llegó a prometer en un arrebato de civilismo, supongo). En lugar de eso, las ha convertido en el pivote fundamental de su gobierno. ¿Qué puede suceder con esta combinación de presidencialismo exacerbado y utilización intensiva, por decirlo eufemísticamente, de las fuerzas armadas? Nada bueno, me temo.
Por lo demás, en el gobierno de López Obrador los expertos, estudiosos y científicos de alto nivel (es decir, aquellos que forman parte de las detestadas elites) nunca son de fiar, por lo que es preferible mantener al menor número de ellos en los puestos clave; sin embargo, dado que ha llegado a requerir de estos en alguna medida, les ha impuesto como única norma la incondicionalidad: lo que usted mande, señor Presidente.
Dada la triste situación que pudimos observar en días pasados, esta práctica de gobierno unipersonal es siempre ineficiente y errática, incluso para sus propios fines. Relevado temporalmente de sus labores matutinas de comunicación, todo su gabinete lució huérfano, divagador e impotente. Su secretaria de Gobernación ni siquiera sabía dónde convalecía y el doctor Gatell no pudo inicialmente informar de su estado de salud, todo eso en medio de correcciones de otros funcionarios y contradicciones al por mayor.
Así que lo que el Presidente tiene como su mayor ventaja operativa –la concentración y control total de las decisiones más importantes–, demostró ser también su principal talón de Aquiles, puesto que ha dejado claro que su proyecto “transformador” exhibe, sin él, una enorme fragilidad. Y ahora que ha retomado todas sus actividades, también es evidente que los días que pasó enfermo no han servido para reconsiderar ni uno solo de sus objetivos y estrategias. Ni frente a la pandemia, ni frente a la crisis económica.
El Presidente López Obrador superó el Covid-19, pero no la enfermedad que se describe como síndrome de hibris: un mal generado por el poder en los gobernantes que los hace sentir infalibles y que propicia el rechazo a los hechos y a todo cuanto se opone a sus ideas preconcebidas, lo que va de la mano con su incapacidad para corregir y aprender de los errores. De ello hay muchos síntomas inequívocos en el Presidente de la República: desde su pertinacia para no usar cubrebocas, hasta la persistencia en proyectos obsoletos que se dirigen en el mejor de los casos al fracaso, como la refinería de Dos Bocas.
Volvió a sus funciones como si nada hubiera pasado: ni con el país, ni con él. Como si –con la estrategia que él defiende– no se siguieran perdiendo más de mil vidas a diario por la misma enfermedad que a él lo apartó de sus tareas varios días. Como si el desastre económico no se profundizara más cada día y su anuncio de que creceremos (¡un cinco por ciento!) fuera suficiente y tuviera alguna base firme. Como si una pista (ya existente) del aeropuerto de Santa Lucía (ahora Felipe Ángeles) pudiera y debiera ser inaugurada por él y los representantes de los demás “poderes”. Como si el Palacio Nacional donde vive necesitara un “gobernador” (¿mayordomo?) que él designará. En fin, como si su gobierno no mereciera una revisión cabal, una –por demás sabia– reorientación.
Lo peor del caso es que la única cura para este síndrome son los contrapesos, y esos ya son muy pocos. Queda también el antídoto de las elecciones de junio, pero las dirigencias de los partidos opositores parecen trabajar en su propia derrota eligiendo candidatos inútiles o de plano impresentables.
Así las cosas, el síndrome de hibris, con todos sus delirios, desplantes y excesos durará cuatro años más y puede que tenga secuelas terribles para el país durante décadas.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez