En 1921, intentando sacar adelante la destrozada economía soviética después de la guerra civil, el camarada Lenin impuso lo que se conoció como la Nueva Política Económica (NEP). Casi 100 años después, aprovechando el tiempo libre que produjo el confinamiento por la pandemia del Covid-19, López Obrador le ha obsequiado a la nación algunas reflexiones sobre lo que debe ser la política económica posneoliberal. Como para facilitar la demostración de aquel sabio vislumbre de Marx acerca de que “la historia ocurre dos veces” (la primera vez como tragedia y la segunda como miserable farsa), el ensayo del Presidente López Obrador se llama La Nueva Política Económica en los tiempos del Coronavirus (con lo que, equívocamente, hace pensar que es temporal, como el virus). ​

Razón no le faltará a quien diga que más allá de esta coincidencia, la NEP soviética no tiene nada que ver con la visión presidencial de AMLO. Salvo en una cosa: el propósito de auspiciar un capitalismo de Estado (guardando lógicamente todas las distancias existentes). No me detendré aquí en el desastre soviético, con o sin NEP, y a la pesadilla que significó luego de ella la construcción del socialismo y el costo de millones de vidas que tuvo. Baste saber que esa forma de “economía mixta” que planteaba la NEP fue retomada más tarde, de un modo u otro, por algunos países “socialistas” y por diversos gobiernos que apostaron en algún momento por la figura del Estado empresario (México en los años setenta, por ejemplo, bajo la conducción del compañero Luis Echeverría y luego otro tanto con el ilustrado José López Portillo).​

Ahora bien, junto con la ilegal sobreprotección que se le quiere dar a la Comisión Federal de Electricidad en manos del camarada Bartlett (en detrimento de contratos y compromisos con diversas empresas mexicanas y extranjeras) o el sinnúmero de señales previas y adversas a la inversión, el anuncio de la NEP mexicana vino a enrarecer más el ambiente y a generar todavía más incertidumbre en todos los sectores sociales que piensan en términos de trabajo, producción, ahorro, inversión… ni modo, los términos “neoliberales” que tanto detesta el Jefe del Ejecutivo.​

Y en medio de ese ambiente de polarización y rispidez en que nos encontramos, un término --fantasmal, como anunciara Marx al comienzo de su gran Manifiesto-- tiende a exacerbarlo: comunismo. Su uso reciente, y muy a la ligera, corre por cuenta de un sector opositor que, sobre todo en las redes sociales, mira con preocupación algunas declaraciones, iniciativas o programas del actual gobierno y supone que se encuadran en el viejo y fracasado proyecto comunista.​

Desde luego, asistimos a la realización de un proyecto que se autodenomina de izquierda, pero es mucho decir que se trata de un proyecto comunista. En primer lugar no creo que sea apropiado y mucho menos preciso, llamar al presidente López Obrador comunista. No lo es (profesa otra religión). Y en cuanto a su formación, fue la de un típico priista nacionalista (y revolucionario, faltaba más) que hoy se define como un humanista.

Por lo que hace a la gran mayoría de las figuras que representan a Morena en los cargos más relevantes, tampoco les encaja este adjetivo: formalmente ni siquiera militaron en el Partido Comunista o en organizaciones similares (es decir, declaradamente marxistas-leninistas); muchos más bien comparten con López Obrador su raigambre priista y otros más proceden de una gran variedad de movimientos sociales (precaristas, deudores, comerciantes ambulantes, etc.) que en el camino se enteraron que eran de “izquierda” y que jamás, desde luego, han leído una página de Marx. ​

De entre los expertos, técnicos, “teóricos” y algunos sólidos funcionarios del gobierno morenista sólo diremos que se formaron felizmente como tecnócratas en universidades extranjeras o privadas: su novísimo talante “izquierdista” sería materia muy atractiva para el psicoanálisis (hijos de prominente priistas o panistas, la fantasía del parricidio los debe rondar).​

Es cierto, no obstante, que entre las bases de Morena o extraviados en algún puesto partidista o de gobierno hay algunos ex militantes del PC y hasta ex guerrilleros, pero su número, peso e influencia resultan marginales. Son, si acaso, parte de los blasones que le sirven a Morena para ostentarse como un partido de “izquierda”.​

Convengamos, pues, que es una exageración y un despropósito llamar comunista al gobierno y su partido. ¿Qué son entonces? Eso es harina de otro costal. Por hoy, me conformé con demostrar lo que no son. Y para bien o para mal, no son comunistas.​

El documento en el que AMLO nos presenta la política económica de su gobierno (cuando todos ilusamente pensábamos que ya lo había hecho en su Plan Nacional de Desarrollo), no es, por lo demás, un dictado que provenga de la discusión de algún Comité Central. Qué va. Lo hizo él en la soledad de su despacho y al calor de estas jornadas coronavirulentas. Tan es así que el texto comprueba, efectivamente, su desprecio por la formación profesional (de los economistas, sobre todo) al punto de que increíble y absurdamente demuestra, en el único gráfico que contiene, que a los gobiernos neoliberales no les fue tan mal en el combate a la pobreza. ​

Pero finalmente no dice nada que no haya dicho ya en todas sus extenuantes conferencias mañaneras. ¿Ideas comunistas? Para nada. Sólo el vetusto capitalismo de Estado que en su versión nacional, puro leninismo de Macuspana, significa capitalismo (salvaje, cómo no) pero con regulaciones de toda laya para impedir, en nombre del bienestar popular, la libre competencia y favorecer a los cuates, compadres, amigos y socios al estilo de empresarios como Ricardo Salinas Pliego. Para eso es que el Estado, lo que queda de él, retomará su papel “rector” de la economía. La historia ya la conocemos: patrimonialismo galopante (creer que las empresas y cosas públicas son del funcionario o directivo en turno), ineficiencia extrema, corrupción y rezagos sin fin. Y de paso, más pobres, porque por esa vía los países siempre terminan en la ruina.​

Hasta Lenin se hubiera ido de espaldas.​

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