El sino de la Cuarta Transformación es que todos los días aparecen datos y hechos que nos recuerdan que a pesar de los éxitos acumulados en todos los campos, al gobierno de López Obrador –inmensamente popular, como corresponde– sólo le falla una cosa, un pequeño y mísero detalle: la realidad. Esta, terca –conservadora, sin duda– se encarga cotidianamente de estropear el paisaje de comunión, paz y felicidad que hemos alcanzado según el discurso presidencial.
La perspectiva del Primer Mandatario es compartida, según todas las encuestas, por millones de mexicanos o, en todo caso, la mayor parte de los ciudadanos. Varios analistas han querido matizar esta inclinación señalando que la aprobación es a la figura presidencial, no a su gobierno, pero me temo que eso es tanto como decir –para fines prácticos– que a la mayoría les gusta el torero pero no tanto cómo torea. De cualquier modo, esas sutilezas van a ser aclaradas puntualmente por el proceso electoral de 2021, donde según esta hipótesis tal vez podamos ver cómo el Presidente sigue gustando mientras su partido es derrotado. Quizás, pero no es seguro.
Todo eso nos obliga a pensar en algo muy inquietante: ¿Puede estar equivocada la mayoría de los mexicanos? A mí francamente –sobe todo desde este espacio– me preocupa no tener razón y, peor aún, estar rotundamente errado. Es decir, me consterna sentir que acaso todos los que compartimos alguna actitud crítica frente al gobierno morenista somos como aquel personaje de un chiste que ve venir en el Periférico a todos los autos hacia él y piensa que son ellos los que vienen en sentido contrario.
Es difícil pensar que lo que cree vivir y sentir la mayor parte de la población no tiene correlación alguna con la realidad. La aprobación del presidente, según él, es como de 80 por ciento, y según la mayor parte de las encuestas es menor, pero siempre es enorme. No importan los datos que arroja su gestión,
no importan los alarmantes hechos que están siendo documentados en todos los ámbitos. El discurso de AMLO cubre la realidad nacional como un teflón muy eficaz para evitar que las críticas puedan adherirse a los ciudadanos que lo aprueban.
Sin embargo, la falibilidad de los pueblos está demostrada históricamente. Los ejemplos, cuanto más siniestros son, mejor explican la irracionalidad popular –amparada en distintas formas de descontento, desempleo, crisis o enorme resentimiento– que han sabido explotar un sinnúmero de líderes ominosos ahora, pero en su momento queridos y admirados fervientemente por las masas.
El populismo no sería tal sin una base de seguidores enorme. En su nombre conlleva el desprecio por las élites y la exaltación de la sabiduría de las masas. Claro está que dicha condición no es suficiente para caracterizar al populismo, puesto que muchos dirigentes electos democráticamente y con un gran apoyo popular han rehusado utilizar este poder para confrontar a sus partidarios con el resto de la sociedad, debilitar o aniquilar las instituciones democráticas y mucho menos para eternizarse en el poder.
La versión mexicana del populismo es, por lo que hemos visto, un producto sui géneris: por momentos parece una calca desvergonzada del echeverrismo de los años setenta, pero luego –dejando de lado la retórica de izquierda, bastante pobre por lo demás– es en los hechos una salvaje e implacable versión del neoliberalismo (su política restrictiva del gasto público, por ejemplo, sería objeto de admiración para los Chicago boys, también de los setenta).
Las consecuencias de todo esto son absolutamente paradójicas, por decir lo menos: el gobierno más popular de la historia contemporánea de México es, al propio tiempo, el que más desempleados y pobres ha producido en un lapso muy corto. Y obviamente considero que no se lo puede responsabilizar por todos los efectos de la pandemia del Covid-19, pero sí del catastrófico manejo de ella, lo mismo en el terreno sanitario (que nos mantiene en niveles muy preocupantes para los organismos internacionales como la OMS), que en el terreno económico, donde estamos viviendo una caída mucho mayor que la del resto de los países de la región.
Nora Lustig, una economista de enorme prestigio que ha venido estudiando en estos meses el impacto económico de la pandemia en América Latina, acaba
de resumir en el Coloquio De Muro a Muro, organizado por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, cuál es la situación de México: mientras que otros países (como Brasil, y no por iniciativa de Bolsonaro sino del Congreso) respondieron con transferencias inmediatas de efectivo a los sectores más castigados por la crisis, México, en el caso opuesto, y por razones que le resultan “misteriosas” a la académica que cito, optó por no impulsar ningún programa de asistencia social en este contexto (creyendo acaso que le bastaba con los que ya tiene en marcha y que son sobre todo clientelares).
Al no responder con sentido común (como hicieron muchos otros países), México exhibe ya –cito de nuevo a Lustig– “el mayor aumento en el número de pobres” con relación a las otras economías importantes de la región: Brasil, Argentina y Colombia (por monto de PIB y población). Y por eso es también el país con peor desempeño “en términos relativos y absolutos” frente a las consecuencias económicas de la pandemia.
A pesar de estos datos irrefutables, el Presidente López Obrador mantiene un enorme capital político que le sirve como espejo delirante ante el país: si lo aprueba la mayoría es que está en lo correcto; y entonces no hay nada que cambiar. Son los críticos, en ese caso, los que tendrán que arrepentirse de sus señalamientos.
Pero la razón no está de su parte ni, tampoco, siento decirlo, en el de la mayoría que lo sigue. En verdad, todo funciona más bien como un círculo vicioso: la gente cree ciegamente en él y él reafirma su propia ceguera invocando el apoyo popular. Con esa fe, incluso la caída más atroz pasa inadvertida. Pero también la historia enseña que ilusiones, esperanzas y sueños de los pueblos no pueden sobrevivir permanentemente al desastre.
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FB: Ariel González Jiménez