Se sabe que el poder corrompe y que el poder absoluto, consecuentemente, corrompe de forma absoluta. Lo que no siempre se sabe es que esta corrupción asume diversos grados de cerrilismo, locura y, desde luego, estupidez. Una representación de lo anterior suele describirse como “hibris”. En la antigüedad, esta aludía a la desmesura y la arrogancia, de ahí que algunos poderosos optaran por contar con un siervo que los acompañaba recordándoles todo el tiempo que eran mortales.

En las postrimerías de su autocrático mandato, López Obrador requeriría con urgencia a alguien que lo llamara a la sensatez. Pero desgraciadamente, a pesar de tener infinidad de siervos, ninguno de estos se atrevería a hacerle la más mínima observación. Han sido cuidadosamente seleccionados por él mismo anteponiendo características muy claras: obediencia ciega, complicidad a toda prueba, así como mediocridad y abyección totales, entre las más destacadas. Nadie le dirá por consiguiente que está por cometer un garrafal error que no sólo le acarreará costos enormes al país (lo que menos le importa, ciertamente), sino que podrían poner en tela de juicio incluso su popularidad, su “legado histórico” (inmenso, según sus fieles), sin contar el riesgo adicional de que puede dejar un escenario complicado y hasta crítico a su sucesora (que por lo demás también es feliz obedeciéndolo).

¿De qué error se trata? Ensoberbecido por la aplastante victoria en la elección  del pasado 2 de junio –que, admitámoslo, es sólo suya– el Presidente ha decidido cerrar su mandato con una peligrosa obra de demolición institucional: trastocar hasta sus cimientos al Poder Judicial para seleccionar por voto popular a sus autoridades; cancelar la autonomía de diversos organismos de transparencia y regulación;  poner fin a la representación plurinominal en el Congreso; y formalizar la pertenencia de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa, entre otras reformas.

En ese propósito, denominado en conjunto “Plan C”, nada ha parecido importarle ni digno de ser tomado en cuenta. Su prepotencia, secundada por la de la presidenta electa (que acaso es mera sumisión), se ampara en un amplio triunfo electoral que es leído convenientemente como un “mandato popular” para destruir a su antojo los últimos pilares de la vida democrática. Ayer mismo, su servidumbre parlamentaria (Morena y rémoras que la acompañan) aprobó el dictamen de la reforma constitucional que incorpora la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional. Y para hoy, estos mismos “legisladores” (incapaces de moverle una coma a sus iniciativas), esperan poder avanzar en la desaparición de diversos  organismos autónomos, instituciones que le estorban para mantener la narrativa feliz de sus “otros datos”, así como sus negocios familiares y el capitalismo de cuates que ha impulsado su gobierno.

Desde luego, quienes aprobarán el conjunto de estas reformas, especialmente la del Poder Judicial, serán los diputados y senadores morenistas de la próxima Legislatura, que para ese momento esperan ser ya mayoría calificada, gracias al mayor fraude poselectoral de la historia contemporánea: una ilegal sobrerrepresentación que les será obsequiada por sus socios y amigos incrustados en el INE. Estos –al frente su consejera presidenta, Guadalupe Taddei– terminarán así de manchar el proceso electoral del pasado 2 de junio y acabarán de un plumazo con la credibilidad que había alcanzado el Instituto Electoral.

Su “aplanadora” todo lo puede ganar y seguramente lo ganará, pero insisto: será un error. En primer lugar del Presidente López Obrador, que piensa cerrar “con broche de oro” su mandato, pero que más bien puede arruinar su final muy fácilmente.   En segundo lugar de la presidenta electa, que no hace sino reclamar como suyo “el legado” de AMLO, cuando en realidad está adquiriendo el compromiso de estrenar su gobierno con una probable crisis de incierta magnitud; y finalmente de los nuevos legisladores morenistas y sus compinches, cuya vocación de mucamos les ganará sin duda un lugar en la historia de la infamia.

Por lo pronto, lo que tenemos es un paro del Poder Judicial sin precedentes y de consecuencias incalculadas; unas calificadoras que desaconsejan invertir en México si prospera la reforma judicial; rechazo y alerta de diversos expertos e instancias internacionales por la anulación de los contrapesos democráticos; organismos empresariales preocupados por la sobrerrepresentación y la reforma del PJ… Todo ello en medio de una tensión en el mercado cambiario y unas finanzas públicas bastante comprometidas, junto con una clara desaceleración económica, inflación al alza y caída del empleo.

Ayer mismo, por si fuera poco, el embajador de EU en México, Ken Salazar, fue inopinadamente claro: “La elección directa de jueces representa un riesgo para el funcionamiento de la democracia de México y la integración de las economías de Estados Unidos, México y Canadá… cualquier reforma judicial debe tener las salvaguardas que garanticen que el Poder Judicial sea fortalecido y no esté sujeto a la corrupción de la política… las elecciones directas también podrían hacer más fácil que los cárteles y otros actores malignos se aprovechen de jueces inexpertos con motivaciones políticas”.

Si la “hibris” presidencial se contuviera, si la reforma judicial no fuera su obsesión terminal, las cosas podrían reencauzarse. Pero “el mejor presidente de la historia” no comete errores... hasta que los comete. Y suelen ser catastróficos.

@ArielGonzlez

FB: Ariel González Jiménez

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