Una de las características del discurso presidencial es su apuesta cotidiana por la desmemoria. Esto, que resulta paradójico si consideramos que a diario nombra “el pasado”, no lo es porque este sólo es mencionado para que sea “recordado” de la forma en que a López Obrador le interesa: como el nubarrón, la calamidad o el desastre que nos impedía llegar a vivir la dicha de un gobierno como el de Morena. Así, el pasado es solamente una abstracción negativa, un baúl que el Presidente abre todos los días para arrojar ahí la justificación de por qué no tenemos medicinas o la “explicación” de por qué los intelectuales y periodistas críticos no son más que “reaccionarios” que servían sin chistar a los malévolos gobiernos anteriores.
Cree López Obrador que le habla a ciudadanos amnésicos. Y es probable que muchos de sus electores –los jóvenes, sobre todo– pasen por tales, aunque en realidad se trate de un problema de desinformación y de experiencia vital: quienes no vivieron el México anterior a la transición democrática no tienen una idea clara del país que éramos en materia de libertad de expresión o derechos políticos. Otros no estaban interesados en la política hasta que la modernización “neoliberal” les quitó algo o les afectó de algún modo, convirtiéndolos rápidamente en seguidores de una “izquierda” con soluciones demagógicas para todo y con un rabioso discurso antisistémico.
Es básicamente a este sector de la población al que se dirige López Obrador en sus mañaneras. Es a ellos a los que puede decir sin ningún empacho que no había democracia hasta que él ganó las elecciones o que heredó un país en ruinas y que él lo está reconstruyendo. Y entonces queda clara la distancia entre este tiempo de “transformación” que vivimos y el “siniestro” pasado del que venimos.
También a esa franja de ciudadanos les puede decir tranquilamente que los críticos de la prensa son unos “vendidos” a las fuerzas del pasado “neoliberal”, que su gobierno es “el más atacado de la historia” por los medios y, por supuesto, que los periodistas mienten.
Detengámonos en este punto. Es evidente que los periodistas no son infalibles. Incluso si dejamos de lado la posibilidad de que actúen de mala fe o sean corruptos, está claro que la naturaleza misma de su trabajo conlleva el riesgo de caer en imprecisiones, inconsistencias, equívocos y fallas en sus notas y comentarios. Pero es un hecho que a diario –y esto lo sabe perfectamente quien haya trabajado en cualquier medio de comunicación que valore la pulcritud de su labor, la responsabilidad que conlleva y los alcances críticos de ésta–, los primeros en luchar contra los yerros y fallas en la información son los propios reporteros, los editores y directivos.
A pesar de eso –o más bien, justo por eso– una de las bestias negras del gobierno morenista es la prensa. La razón es muy clara: mientras que esta investigaba a los corruptos gobiernos neoliberales de Enrique Peña Nieto o Felipe Calderón su labor era encomiable. En tanto que daba cuenta de las atrocidades que se producían durante esos años por la falta de seguridad o la complicidad de los cuerpos policiacos y aun el mismo ejército, esa prensa era profesional y valiente. Cuando AMLO era entrevistado, un día sí y al otro también, los medios eran serios, progresistas.
La decadencia de esa prensa (que no es otra que la de hoy) comenzó cuando empezó a criticar al gobierno de la Cuarta Transformación. Cuando hizo públicas las promesas incumplidas, las mentiras flagrantes y cotidianas del señor Presidente; cuando investigó las trayectorias corruptas y delincuenciales de algunos de los miembros de su gabinete o de los dirigentes de su partido; cuando le dio voz a los padres de los niños con cáncer por la falta de medicamentos, a las víctimas de las masacres o de la caída de la línea 12 del metro; en fin, cuando esa prensa siguió haciendo su trabajo más o menos como lo viene haciendo en los últimos años, en ese preciso momento este gobierno consagrado a hacer historia descubrió que era “chayotera”, “carroñera”, “golpista”, “vendida” y “miserable”.
Al igual que el novedoso proyecto que ha anunciado para crear “una nueva clase media” (la que existe es trepadora, pérfida, aspiracionista, traidora y egoísta), el gobierno de AMLO ha invertido mucho dinero en financiar a medios y periodistas “progresistas” y “decentes”, que eventualmente puedan desplazar a los más influyentes (todos corrompidos por el viejo régimen). Desgraciadamente, el recuento de los comunicadores abiertamente afines a su gobierno es tan triste como cuando en una mañanera López Obrador comenzó a contar con los dedos cuántos “intelectuales” eran fieles al proyecto de la 4T y tuvo que contabilizar moneros, redactores plagiarios y varios distinguidos difuntos incapaces ya de deslindarse de su aberrante gestión. Por cierto, curiosa la ingratitud del señor Presidente: no quiso o no supo cómo mencionar a sus escuderos y pajes que pueblan los medios públicos.
En su desesperación, la Presidencia acaba de inaugurar un nuevo número dentro de su circo matutino: lo ejecuta una confusa y nerviosa señorita que dispara sus dardos sobre un ranking dudosamente elaborado: “Quién es quién en las mentiras de la semana”. En forma temeraria –podría tirar en su contra, por error, claro– el Presidente se pone cerca de ella y escucha atentamente los dicterios que de manera pretendidamente chusca la joven lanza contra diferentes periodistas. Con una dicción pésima y cambiándoles con desparpajo su vida y obra, todos los mencionados son obviamente condenados por su inocultable reputación neoliberal y reaccionaria. La penalización máxima: ser señalado como “el Pinocho de la semana”. Hasta el señor Presidente, intimidado, pensó en tocarse la nariz.
Si la idea fuera desmentir correcta y eficazmente a los periodistas y a sus medios, la oficina de prensa de la Presidencia podría poner en movimiento sus muchos recursos y apelar a distintas instancias. Podría, por ejemplo, obligar a las secretarías y otras áreas del gobierno a responder en tiempo y forma las diversas solicitudes de información que frecuentemente quedan sin ser atendidas. Podría también llamar a conferencias de prensa extraordinarias, con los distintos titulares de las dependencias de gobierno (sirve que los conocemos), para resolver todos los cuestionamientos sobre un tema de interés público.
Pero es obvio que no se trata de eso. El interés del presidente y su equipo de prensa no es informar y mucho menos transparentar nada, porque en ese terreno tienen un formidable enemigo: la realidad, los hechos. Y teniendo a estos en contra, su propósito entonces es denigrar y deslegitimar a la prensa crítica y sus figuras más visibles. Difícilmente lo conseguirán, pero es muy preocupante que opten por esa alternativa.
El Presidente dijo en su enésimo informe de gobierno que no busca el monopolio de la verdad. Qué raro. Viendo la aversión que le produce la crítica y su peligroso gusto por señalar con dedo flamígero a quienes la ejercen, hasta el periodista más decadente diría que otra vez está mintiendo.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez