La relación de los autócratas con los médicos nunca ha sido buena. El caso del camarada Stalin lo ilustra perfectamente. En enero de 1952, en plena decadencia física y mental, decidió emprenderla contra su médico de cabecera, el doctor Vladimir Vinográdov. Según cuenta Donald Rayfield en su libro Stalin y los verdugos, el día 19 de ese mes “Vinográdov hizo un último reconocimiento médico a Stalin, y le aconsejó, a la vista de su arteriosclerosis, que dejara de trabajar”.

Quizás el doctor no pensó bien las palabras que usó —¿cuáles otras debió usar?— o simplemente no creyó que pudieran tener ningún otro significado que el inherente al cuidado del gran vozhd (guía). Pero a Stalin le pareció otra cosa, acaso le sonó a jubilación prematura o a una intolerable sugerencia: apartarse del poder. Así que de inmediato le envió una nota al temible Beria: “encárgate de Vinográdov”.

Sabemos que la cabeza del camarada Stalin nunca había andado del todo bien, pero al comenzar 1952 todo comenzó a empeorar de modo muy alarmante, lo cual ya es mucho decir en el caso de un megalómano criminal. Por ejemplo, “en febrero de 1953 —cuenta Rayfield— despidió a su secretario, la última persona que le profesó una fidelidad acérrima, Poskriobyshev, quien ni siquiera se había quejado cuando Stalin ordenó ejecutar a su esposa, una judía polaca”.

El caso es que su antisemitismo tomó nuevos bríos junto con una declarada paranoia que lo hacía ver asechanzas y enemigos por doquier. Así que “ordenó —de nuevo recurro a Rayfield— esposar y torturar a los médicos del Kremlin el 18 de octubre de 1952. Riumin [Mijaíl Dmítrievich, ministro adjunto de Seguridad del Estado] lo llevó a cabo en la Lubianka [nombre popular del cuartel de la KGB], en una sala con equipamiento especial. Los interrogadores explicaron: ‘no utilizamos hierros al rojo vivo, pero sí apaleamos a los detenidos’. Los médicos entendían el dolor demasiado bien: algunos confesaron no sólo haber matado ciudadanos, sino también a Dimitrov, el comunista búlgaro, y al francés Maurice Thorez, así como haber perjudicado a los hijos de Stalin. Uno de los médicos afirmó haber aprendido los métodos de la eutanasia gracias al modo en que el doctor Pletniov mató a Gorki. Se les dijo que serían ahorcados a menos que confesaran para qué intrigantes y conspiradores habían trabajado. El doctor Méer Vovsi, primo de Mijoels [Salomón, famoso actor judío], confesó haber sido simultáneamente un nazi y un agente británico, aun cuando los nazis habían matado a su familia. Según la acusación, Vinográdov y Vovsi se proponían envenenar primero a Stalin, Beria y Malenkov, y disparar después contra sus limusinas” (en ese disparatado orden).

Está claro que los acusados, bajo tortura, podrían haberse declarado extraterrestres. Pero por si hiciera falta, el propio Stalin los acusó personalmente ante el Comité Central: eran judíos (tenían que ser), traidores, enemigos del partido, saboteadores, agentes del servicio de inteligencia norteamericano y muchos eran médicos, mejor dicho “asesinos de bata blanca”, como los llamó en un titular Pravda, la prensa del pueblo bueno ruso.

Al final, unas semanas después. el dictador resultó víctima de su propia “conspiración”: cuando le vino la crisis que lo llevaría a la tumba los médicos que tal vez lo hubieran podido salvar estaban presos o siendo torturados.

Si he recordado hasta aquí esta historia que se conoció como “la conspiración de los médicos”, es porque señalar con dedo flamígero, difamar y perseguir científicos (y los médicos lo son), escritores, académicos, periodistas y, en general, intelectuales, es una de las especialidades de toda autocracia.

Como López Obrador no tiene Comité Central, pero sí la mañanera, ha aprovechado este espacio para atacar a los médicos de la UNAM y denunciar los “cotos de poder y el influyentismo” de esta Casa de Estudios (que en su infinita generosidad alguna vez lo tuvo matriculado), su “burocracia dorada” que “se cubrió de derechismo”, pero sobre todo su traición neoliberal, cuando “se llegó al extremo de qué la mayoría de los maestros universitarios eran aplaudidores del régimen de corrupción”.

Los académicos “aplaudidores” de la UNAM, especialmente los estudiosos de las ciencias sociales, saben que no exagero si digo que la autocracia a la mexicana recibe eufemísticamente el nombre de Presidencialismo. Si en teoría no somos una autocracia declarada es porque —languidecientes o moribundos— todavía al lado del Ejecutivo están formalmente los “otros” poderes. Pero ninguno de estos impedirá que los médicos cubanos —patrióticos, comprometidos, solidarios, no como los de la UNAM, buenos para nada que no quieren ir ni a la Sierra de Guerrero— puedan arribar a nuestro país humillando al gremio médico y violando un sinnúmero de leyes y disposiciones, nacionales e internacionales, que, por supuesto, no tienen la menor importancia ni valor frente a la voluntad del señor Presidente, que ultimadamente para eso lo es y puede contratar siempre a quien le dé la gana, ¿o no?

@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez 


 

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