Hay tantos tipos de liderazgo como características históricas y sociales que los producen. Desde la academia se proponen diversas clasificaciones, aunque siempre es una tarea riesgosa generalizar, porque, como se sabe, en esta materia solo hay particularidades que son las que explican en definitiva a cada líder y su circunstancia.
Para el caso de Andrés Manuel López Obrador, independientemente de las características obvias de su liderazgo (“carismático”, como lo hubiera descrito Weber; populista, como no pocos lo señalan), me quedo pensando en lo que dice Margaret MacMillan (Las personas de la historia, Turner, 2017) sobre un tipo de dirigentes que tienen como cualidad particular la osadía, “individuos que corren riesgos, que dan pasos hacia lo desconocido”.
El mejor ejemplo de líder osado es Winston Churchill, un personaje que una vez en el poder tuvo que tomar decisiones sumamente difíciles y sobre las que había un pronóstico completamente incierto: todos conocen cómo empiezan las guerras, pero nadie sabe cómo terminan. “Churchill –dice MacMillan– no tenía la certeza de que ni él ni Gran Bretaña fueran a sobrevivir; según le dijo a uno de sus ayudantes de confianza, no le hubiera extrañado nada estar muerto al cabo de tres meses. Sin embargo, como se demostró muy bien en su carrera política, Churchill daba lo mejor de sí mismo cuando lo tenía todo en contra”.
La osadía de Churchill tuvo como contexto circunstancias extremas, pero aun en épocas de paz su actuación política fue siempre atrevida e inesperada. Con todo, cometeríamos un grave error si supusiéramos que este británico ilustre tomaba sus decisiones de manera irracional o caprichosa. Tras cada una de ellas hubo siempre –correcto o no, eso es otra cosa– un cálculo de las consecuencias que tendrían.
Ahora bien, si me tomo la licencia de poner por un momento (y nada más que eso) a Andrés Manuel López Obrador al lado de Churchill es solo por lo que toca a la osadía, pero sobre todo a lo que pareciera ya el sello de su gestión, una gran capacidad para abrir las puertas hacia lo desconocido, no por necesidad ni por apremios de la historia (como en el caso de Churchill) sino movido por un estilo propio: gobernar a tientas, improvisando, cambiando las reglas del juego en aras de un proyecto (la 4T) que quizás ni él entienda cabalmente más allá de abstracciones discursivas, y, algo fundamental, tomar la parte por el todo, lo que se traduce coloquialmente en tirar el agua sucia de la bañera con todo y niño.
Con esa forma de trabajar México se ha quedado ya sin el moderno aeropuerto de Texcoco (porque había corrupción en sus contratos); sin estancias infantiles (porque también había corrupción); sin medicamentos (porque las empresas lucraban con ellos); sin gasolina, unos días, porque se estaba poniendo “fin” al huachicoleo (que goza de cabal salud, por lo que se ve); sin política eficaz de seguridad (porque fueron corruptos los que iniciaron la guerra contra el narcotráfico); sin perspectiva estratégica sobre Pemex (porque los corruptos la hundieron) y así un largo etcétera donde la premisa de “combatir” la corrupción destruye por igual lo malo y lo bueno que pudieran tener las políticas y programas de otros sexenios.
La constatación más reciente de todo esto nos la da el Instituto de Salud Para el Bienestar (INSABI), sustituto improvisado, atrabiliario y caótico del Seguro Popular (que para variar también tenía sus corruptelas) y con el que miles de mexicanos tienen que habérselas ahora. Las quejas no es necesario que las documentemos aquí, pero son lo suficientemente numerosas y alarmantes como para saber que otra vez se ha ignorado a los expertos y especialistas que llamaron la atención sobre los riesgos de pasar de un plan a otro sin las previsiones indispensables y se ha preferido echar a andar un andamiaje burocrático (sin reglas de operación ni programa de trabajo claro) que sencillamente juega con muchas vidas.
Hacer entrar a millones de personas, necesitadas de servicios médicos gratuitos, a un esquema confuso e inoperante, donde faltan medicinas, equipos e información mínima es, probablemente, la mayor irresponsabilidad del actual gobierno.
“A veces los osados –escribe MacMillan-- solo arriesgan su propia vida, pero en otras ocasiones lo que está en juego es mucho más”. Aquí y ahora lo único que se pone en riesgo es la vida de quienes no tienen otra opción médica para atenderse, es decir, los mexicanos más pobres, aquellos a los que se les ofreció que en tres años tendrían un servicios de salud como el de los países escandinavos. Y ahora resulta que ni el presidente ni su secretario de salud saben siquiera qué es ni dónde está Escandinavia…
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