Seré realista y pediré lo imposible: atender lo importante, lo urgente, aquello en lo que nos va, literalmente, la vida (que según las estadísticas tenemos muchas probabilidades de perder si caemos con Covid-19 en los hospitales del IMSS, por ejemplo); la sobrevivencia (con un desempleo masivo y la nula ayuda del gobierno); la educación de la mayoría de los niños mexicanos confinados frente a un televisor (porque se prefirió invertir en Dos Bocas antes que en internet y tabletas para los chicos que reciben educación pública); o la inseguridad (los homicidios y feminicidios del primer semestre de este año ya superan los 17 mil 653 registrados en 2019).

Estos gravísimos problemas, enumerados a vuelo de pájaro, son –entre otros muchos–, los que deberían captar la atención de la sociedad mexicana y generar no sólo preocupación sino profunda indignación. Sin embargo, todos los reflectores y toda la conversación pública parecen gravitar en torno a la agenda “contra la corrupción” impuesta por el Presidente a partir de la detención (es un decir) de Emilio Loyoza, quien desde la comodidad de su hogar “coopera” con la Fiscalía General de la República denunciando diversos actos de pillaje ocurridos particularmente en el último sexenio.

Nada más lejos de este comentario el pretender que no se castiguen los robos y abusos de los exgobernantes (si se prueban, claro está), pero nada, también, más distante de la búsqueda de justicia que el infame video-espectáculo que ha montado la Presidencia y al que han respondido en los mismos términos sus enemigos o viejos conocidos, vaya uno a saber.

No sé qué videoteca pueda producir más rating, si la de Palacio Nacional –que incluye, contra todo debido proceso, la de la Fiscalía– o la de quienes desde las sombras le demuestran a López Obrador que el pasado en política nunca se borra, sólo se oculta. Pero una cosa es segura: estamos, como país, recorriendo el camino inverso a la justicia y al combate de la corrupción: las leyes y sus procedimientos se están subvirtiendo de modo muy irresponsable a los intereses políticos del momento y se está haciendo evidente, además, un proceso de degradación de la actividad política del que nadie va a salir bien librado.

Tiene mucha razón José Woldenberg cuando anota que «se está optando por “juicios” de opinión pública que nada tienen que ver con la justicia propiamente dicha. Se trata de un show degradado en el cual los imputados son condenados de inmediato, desacreditados de manera instantánea, y lo que después pase en tribunales parece no importar». (“¿Qué estamos viendo?”, El Universal, 25-08-2020).

Y es que, como el mismo Woldenberg se encarga de señalar, “cuando el presidente es al mismo tiempo fiscal, juez, cronista y propagandista el desenlace no puede ser bueno”. Se transgrede de esa manera el debido proceso y se mezclan arbitrariamente las atribuciones que tiene el Poder Ejecutivo con las que definen al Poder Judicial.

Luego de que hemos rebasado –con más de 60 mil muertos– el escenario más catastrófico planteado por nuestras autoridades de salud ante el Covid-19, y en medio de una crisis económica que en seis meses, ante la inacción del gobierno, ha conseguido que perdamos cuando menos una década, parece demasiado grotesco que se pretenda atrapar nuestra atención en un intercambio cotidiano de video-escándalos.

Por eso, aunque no sea muy realista (desde 1968 no lo es), vale la pena pedir lo que parece imposible: atención para los temas centrales y no dejarnos distraer por el funambulismo presidencial que ahora, además de vender “cachitos” para la supuesta rifa de un avión, pretende llevar a “consulta” la decisión de juzgar o no a los expresidentes.

Es el funambulismo que marca agenda, el que a pesar de las ocurrencias, contradicciones, cantinfleadas y despropósitos (o precisamente gracias a todo ello), nos impone todos los días una suerte de “materia de entretenimiento”, mientras la amarga realidad del país nos consume.

ariel2001@prdogy.net.mx

@ArielGonzlez

FB: Ariel González Jiménez

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