Uno de los momentos de mayor tensión durante nuestro paso por la escuela, era la entrega de boletas. Casi todos sabíamos cómo había sido nuestro desempeño y, puesto que periódicamente nuestros padres o tutores eran informados del mismo, en general no se podía esperar ninguna sorpresa, aunque siempre era posible que en el último momento se produjera un milagro: algunos maestros, especialmente si veían que le habíamos “echado ganas” al final, podían apiadarse de nosotros y convertir ese vergonzoso 5.5 del último examen en un mediocre 6 que evitaba llegar a la casa con ese continente inconfundible del reprobado; o bien, benévolos, convertían un gris 7.5 en un decoroso 8.
En la primaria y secundaria públicas de los años setenta —y antes— conocimos profesores malos, regulares, buenos y, por suerte, algunos excelentes. Gracias a estos últimos aprendimos los rudimentos básicos que delinearon toda nuestra vida como estudiantes. A veces el profe era un “tirano”, o así lo considerábamos, que nos imponía largas tareas y nos hacía saber diariamente que las calificaciones finales serían el resultado proporcional de nuestro esfuerzo. Los malquisimos frecuentemente, pero a la larga siempre les agradecimos su rigor y disciplina, así como los valores que nos inculcaron.
Desde luego, también había maestros “barcos”: eran parte de la estafa nacional en curso y que iría dramáticamente en aumento durante las siguientes décadas, no pocas veces al amparo del SNTE y de su opositora, entonces en ciernes, la CNTE: se ausentaban con cualquier pretexto, casi no exigían, pero tampoco aportaban nada, porque les importaba un bledo el curso. Su “lección”, la única que podían ofrecer con verdadero empeño, era que la escuela era una farsa, un trámite de escasa o nula utilidad real y que todos —niños de escuela pública, al fin y al cabo— estábamos condenados, como ellos, a simular.
La incompetencia ya estaba a la vista, pero yo diría que entre los profesores de entonces predominaban todavía el pudor y la responsabilidad, el respeto a la investidura magisterial, a la más noble misión que recaía en ellos: enseñar. Por nuestra parte, los niños pobres o de clase media de entonces y nuestros padres, lógicamente, comprendíamos que la escuela era la única esperanza que teníamos para progresar. De nuestro paso por ella dependía establecer la diferencia entre nuestro entorno material inmediato y aquel que anhelábamos.
Y todos —autoridades, maestros, alumnos y padres de familia— entendíamos perfectamente que no era lo mismo reprobar que aprobar, que no podían ser iguales quienes se esforzaban que aquellos que no lo hacían. Tampoco podían suponerse equivalentes el ejercicio de un maestro que preparaba sus clases, al de aquel que simplemente fingía enseñar y faltaba en la primera oportunidad.
¿Qué habría sucedido entonces si, como hoy ocurre, una secretaria de Educación Pública como Delfina Gómez —una señora que si privara la decencia o el Estado de derecho debería estar por lo menos fuera del cargo, si no es que en prisión— hubiera decretado que no se reprobara a ningún alumno de primaria o secundaria? Simplemente creo que todos con un poco de sentido común habríamos llegado a la conclusión de que la escuela carecía ya de propósito: si aprender es igual a no hacerlo, o enseñar es lo mismo que desentenderse del asunto, ¿qué sentido tiene asistir a clases? ¿Cuál es la función misma de la escuela?
Me queda claro que todo esto que hoy se plantea es la continuación de una de las primeras medidas que el gobierno de López Obrador tomó: terminar con la evaluación de los profesores, una concesión que de inmediato fue aplaudida por la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), porque era una de las cosas que esta organización más repudiaba de la reforma educativa del gobierno anterior. Igualmente, es comprensible que el gobierno morenista haya declarado su aversión por la prueba internacional PISA que evalúa la adquisición de conocimientos y habilidades entre los escolares, con lo que dejó claro que las palabras “calidad”, “competencia”, “evaluación” y otras más son propias de un “régimen neoliberal” que no busca la felicidad del pueblo.
Así llegamos a este punto: unos maestros que no tienen la obligación de ser evaluados, evidentemente tampoco tienen derecho a reprobar a nadie. Es un binomio de irresponsabilidades perfecto, creado por un gobierno oscurantista que aspira a formar una generación que aprenderá, desde la ignorancia y la miseria (porque son los más pobres sus integrantes), a agradecer a Morena todos los “favores” recibidos; una clientela acostumbrada a recibir becas y dádivas que no resolverán nunca lo esencial, menos aún en el largo plazo. Toda la carne cañón necesaria para que este gobierno pueda jactarse oficialmente de que en México no hay reprobados.
FB: Ariel González Jiménez
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