Desde siempre, el pasado es una fuente inagotable de recursos para la argumentación política: se estaba mejor o peor en él; nos alejó o nos acercó más a los ideales de la nación; fue terrible o lleno de bondades, infame o glorioso. El hecho es que permanentemente se lo trae de vuelta para justificar, en uno u otro sentido, el presente.

Esto sucede en todas partes y todo el tiempo. Sin embargo, el caso de México llama especialmente la atención por la intensiva y deliberada mistificación de nuestro pasado por cuenta del poder, lo que no pocas veces ha convertido a los libros de texto escolares en su presa favorita.

Desde luego, durante mucho tiempo la Revolución fue la cantera ideal para las exaltaciones mitológicas del gobernante en turno. Pero no faltaban, obviamente, las visitas discursivas a nuestro glorioso e imperial pasado prehispánico, así como a los prohombres de la Independencia y la Reforma.

Ahora bien, nunca la historia tuvo un uso y abuso tan desmesurado y contradictorio como hoy. Tenemos un presidente que ha hecho de su interés por ella una frustración profesional y –acaso por lo mismo– una obsesión, midiendo siempre con dos varas el pasado: una, con la que revisa principalmente el legado juarista y maderista del que se siente heredero (aunque, claro, no le faltan otras “luces”, como las que abrieron paso a la petición de que España se disculpara por la conquista); otra, con la que fustiga el maligno pasado inmediato, repleto de corrupción y bellaquería. Usando la primera, santifica a varios personajes con los que busca ser identificado como su digno sucesor; echando mano de la segunda, anatematiza a los expresidentes “neoliberales” que le precedieron.

Cuando mira al siglo de Juárez y a la Decena Trágica encuentra inspiración, valores, todo cuanto ansía hacer suyo para transitar por la historia nacional como el presidente del “pueblo bueno”, de los pobres; cuando mira hacia los sexenios de Peña, Calderón y Salinas (no lo he escuchado mencionar a Zedillo), se hace de un argumento con el que justifica toda su actuación política y hasta una especie de misión redentora.

José Ortega y Gasset proponía: “si quiere usted ver bien su época mírela usted desde lejos. ¿A qué distancia? Muy sencillo: a la distancia justa que le impida ver la nariz de Cleopatra”. Pues bien, resulta evidente que nuestro Jefe del Ejecutivo no guarda ninguna distancia para observar la época que le ha tocado vivir (ya en la oposición, ya en el poder), y que antes al contrario la mira con demasiada cercanía y un apasionamiento excesivo que le hace responsabilizar al pasado inmediato de todos los males del país. Y eso, por supuesto no lo hace ver “la nariz de Cleopatra”, sino simplemente confundir el árbol con el bosque y poner en entredicho cualquier principio de objetividad elemental. (Los abogados del Diablo se preguntan: ¿En verdad el último cuarto de siglo fue solo corrupción, empobrecimiento, injusticias y transas sin fin? ¿Los datos y mediciones, nacionales e internacionales, confirman esa perspectiva?

Este argumento, que apela irracionalmente a la historia reciente como explicación de todas nuestras desgracias, ha sido el caballito de batalla para un discurso presidencial que hoy permea a buena parte de sus adeptos.

Es un argumento lapidario, muy efectivo en términos propagandísticos, que conlleva la esencia de toda la polarización política –bastante maniquea– que ha generado el Ejecutivo hasta hoy; pero tiene una enorme pobreza dialéctica que incumple con los mínimos de objetividad y lógica que exige el debate racional.

He observado que en todos los espacios donde se discute la actualidad política hay dos fórmulas –tomadas del corazón mismo del discurso presidencial– contra los intelectuales, periodistas y cualquiera que ejerza la crítica contra el gobierno: “Tú, que atacas a la Cuarta Transformación, qué decías del presidente Peña, de Calderón…? ¿Señalaste con el mismo rigor sus corruptelas?” Y otra, claro, la comparación más socorrida: “antes pasaba esto, aquello (algo terrible)… ahora es diferente (por decreto presidencial)”; o bien, “esto está muy mal, pero así lo entregó el gobierno de Peña…”.

Es muy deprimente ver cómo se ha socializado esta argumentación que se atrinchera en el pasado inmediato y que nunca responde a las imputaciones concretas sobre las responsabilidades del gobierno de la 4T en el presente. He escuchado los alegatos más falaces que ponen por delante el pasado para justificar, y eso es lo grave, las peores atrocidades de esta administración.

Este sofisma ad populum nació en el momento mismo en que el presidente tuvo que encarar sus primeras responsabilidades en el puesto. Y al no tener cómo justificar su impericia o los desmanes de su administración decidió mirar al pasado y encontró que su argumento funcionaba (porque gustaba: el descontento de mucha gente sigue anclado ahí). Desde entonces su discurso habita en el pasado, por partida doble: el pasado heroico, mítico y de ensueño del que se cree descendiente directo; y el pasado inmediato, abominable, que es la causa primera y última de todos los grandes problemas nacionales.

A estas alturas de la incompetente gestión que ha hecho su gobierno de la pandemia del Covid-19, del incremento mortífero de la inseguridad y del mayor desastre económico del México contemporáneo, exhibir el pasado –ahora en forma de un espectacular juicio a Emilio Lozoya, absolutamente oscuro y manipulado para obtener su colaboración– sigue siendo el principal empeño presidencial.

Esta persistencia, sobre todo cuando el futuro prometido no se materializa y cuando lo peor del ayer (así como sus mejores representantes) sigue vigente, corre un riesgo enorme: que buena parte de la sociedad, incluso cínicamente (escucho con más frecuencia voces que interponen la “reflexión”: ¿qué es mejor, un presidente ladrón o uno inepto?), termine revalorando a los gobiernos anteriores y haciendo suyo aquello de que “todo pasado fue mejor”.

Jugar con el pasado para no responsabilizarse del presente y no mirar seriamente hacia el futuro es, en todo caso, una pésima idea.

@ArielGonzlez

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