Hace unos días, cuando Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos, volvió a presentarse a la sala de prensa de la Casa Blanca, su notoria expresión de alivio fue superada sólo por una explícita declaración suya: “dejar que la ciencia hable es un sentimiento algo liberador”.

Fauci es el médico que vivió, con entereza y sin traicionar las bases científicas de su profesión, innumerables desencuentros, groserías y situaciones de enorme tensión con el ahora expresidente Donald Trump, un zafio buleador que en su momento llegó a promover la hidroxicloroquina como tratamiento frente al Covid-19.

Cualquier médico decente tiene un conjunto de preceptos esenciales, éticos unos, científicos otros, que quedan perfectamente reflejados en la base del famoso juramento hipocrático: “No llevar otro propósito que el bien y la salud de los enfermos”.

Ahora bien, si un médico está al frente de la gestión sanitaria de una pandemia, es obvio que su responsabilidad es mucho mayor. Pero es claro que su tarea sólo puede llegar a buen puerto si la autoridad política le da su lugar y se pliega a la racionalidad y evidencia científica como único sustento para la toma de decisiones, algo que Trump simplemente no hizo. No sólo menospreció a Fauci sino que incluso llegó a contradecirlo y desautorizarlo públicamente, hasta conseguir aislarlo y silenciarlo. Es así como Estados Unidos, el país más poderoso del orbe, se convirtió en la nación con más víctimas mortales por la pandemia (más de 400 mil decesos), una enorme factura que de un modo u otro le fue cobrada a Trump en el más reciente proceso electoral.

Con la llegada de Biden a la Casa Blanca, Fauci retoma las tareas que la soberbia y necedad de Trump impidieron que se llevaran a cabo, de tal suerte que prevé que “si Estados Unidos consigue vacunar al 70-85% de la población para mediados de verano, en otoño se podría ver “un grado de normalidad”.

Mientras tanto, en México esa “normalidad” aparece todavía muy distante en el horizonte. Estamos asimilando apenas la desastrosa gestión de la pandemia que nos coloca, según Bloomberg, en el último lugar entre 53 países considerando indicadores como el número de casos confirmados, muertes por millón de habitantes o el porcentaje de vacunas aplicadas.

Es un hecho que vivimos el peor momento de la pandemia, con la peor gestión de la misma. Y no es extraño que así sea, porque en medio de una regresiva concentración del poder político en un solo personaje, el médico al frente de la pandemia no fue nunca capaz de cuestionar la charlatanería de los “detentes” ni la imprudencia de no usar cubrebocas por parte de su jefe, con lo que se hizo cómplice de un manejo voluntarista y demagógico de la crisis de salud que sigue cobrando al país miles de víctimas.

El presidente, ahora enfermo, constata en carne propia que no se puede retar a la pandemia irresponsablemente. Sin cubrebocas y sin parar de viajar ni de sostener reuniones diversas sin cuidado alguno, era cosa sólo de tiempo que el virus lo alcanzara y que él mismo se convirtiera, a pesar de los dichos serviles del doctor López Gatell, en factor de contagio.

Mientras que Trump encontró resistencia en el doctor Fauci, el presidente López Obrador encontró desde el comienzo de la crisis una subordinación incondicional por parte del doctor López Gatell. En el primer caso el médico decidió confrontar al político, mientras que en el segundo el médico optó por complacer en todo a su jefe. Entre el médico que defiende frente al poder los fundamentos científicos de su quehacer profesional, y el que los manipula y distorsiona con un “lo que usted mande, señor presidente”, se abre un abismo ético que sólo podía conducirnos a la situación que ahora vivimos.

Con la salida de Trump, en Estados Unidos se han vuelto a imponer los dictados de la ciencia por encima de las consignas y preferencias políticas. En México, por el contrario, pareciera que en los últimos días se ha profundizado la subordinación del médico subsecretario que “conduce la estrategia” contra el Covid-19 –lo mismo que de muchos otros funcionarios en puestos claves para la salud pública– a los deseos y caprichos de un presidente que aun enfermo (o precisamente por estarlo) exhibe la mayor concentración de poder que ha tenido un mandatario en el México moderno.

Antes de recluirse por padecer coronavirus, el Presidente López Obrador acordó personalmente la compra de 24 millones de dosis de la vacuna Sputnik V. Con ello probó nuevamente su capacidad de improvisación irresponsable frente a la tragedia: habiendo dejado de comprar oportunamente otras vacunas, y ante el recrudecimiento de la crisis en contagios y número de muertos, su gobierno decide adquirir una que no está totalmente probada y que no cumple aún con los protocolos de los principales organismos de salud internacionales.

Para los funcionarios de su gobierno, todo ocurre como si hubiera mandado comprar aspirinas, y desde luego no hay uno solo que invoque la prudencia o el sentido común. López Gatell ha sido el primero en avalar la compra, aunque él mismo dijo antes que esa vacuna no estaba completamente probada. Hoy y ya que el jefe ordeno su compra, ¿qué importa si lo está o no? Lo importante para el demagogo, no para el científico, es brindar “resultados” en estas horas de desesperación y desgracia para miles de mexicanos.

Por lo demás, la esperada vacunación transcurre básicamente en la realidad propagandística del régimen: una realidad mediática e invasiva donde Morena es poco menos que la heroína que salvará a México, “cediendo” sus espacios publicitarios y hasta contribuyendo con “sus” recursos. Lo cierto es que no hay vacunas pero, eso sí, ya se tienen listas las brigadas para aplicarlas y estas incluyen no sólo enfermeras y militares, sino miles de “servidores de la nación”. El plan de vacunación es antes que nada un plan electoral sin que en el gabinete haya un médico o un funcionario de salud decente que proteste por la ominosa manipulación de la tragedia.

Primero la politiquería, luego la ciencia. La preocupación por la imposición de esta lógica ya llegó a muchos sectores. Esta misma semana, fue presentado el documento “Reflexiones sobre la respuesta de México ante la pandemia de Covid-19 y sugerencias para enfrentar los próximos retos”, que reúne análisis de diversos especialistas de la Organización Panamericana de la Salud, la UNAM y directores de los más importantes institutos nacionales de salud. Ahí se pide claramente corregir la estrategia y se hacen propuestas como incrementar las pruebas de diagnóstico y elaborar un documento técnico –científico, no político– sobre el plan nacional de vacunación.

Para abonar a su nula credibilidad, el subsecretario Gatell prometió revisar y atender las propuestas, e incluso hacer, si es necesario, “un alto en el camino” para realizar algunos ajustes. Pero todos sabemos que no será así. En cualquier caso, tiene que esperar a que su jefe convalezca y seguir atentamente lo que diga su dedito, que seguramente volverá más vigoroso que nunca.

En el México de los miles de muertos a diario, de las escenas dramáticas de hospitales sin cama u oxígeno, un médico como López Gatell sólo puede esperar a un político en el poder como López Obrador.

@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez

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