La celebración desde Palacio Nacional del segundo aniversario del triunfo electoral de López Obrador llegó a ser una auténtica bacanal de propaganda y demagogia: desde la minimización de la pandemia (justo ahora que vivimos el peor momento), hasta la contención del desempleo (que en julio se detendrá), pasando por los espléndidos megaproyectos que traerán progreso y desarrollo sin igual, así como los logros sociales y económicos al dar prioridad a los pobres, las proezas de la decencia morenista contra la corrupción (de antes) y hasta la reducción –sí, leyó bien, reducción– de los niveles de violencia. Todo eso y más fue la materia de un mensaje presidencial que presenta como nunca una realidad alternativa donde cada vez estamos más cerca de la paz, el bienestar y la felicidad.
Terminó citando, con tono de caballero andante, a Lope de Vega (en “empresa de tanta gloria, solo intentarlo es victoria”). Pero como todo lo bueno de la cuarta transformación está por verse, y en el ánimo de muchos ciudadanos va pesando más aquello de que quizás hubiera sido mejor “el malo por conocido que el bueno por conocer”, más le habría valido citar una variante de esta idea, también del gran autor del siglo de oro: “Que más mata esperar el bien que tarda que padecer el mal que ya se tiene”.
De cualquier forma, los “otros datos” de que siempre dispone el Ejecutivo son ya datos oficiales en tanto se enuncian como verdades. La prensa, los analistas y los expertos que los contradicen pueden decir misa, pero la “verdad” ya fue dictada desde Palacio Nacional. Y es además la verdad que quieren escuchar millones de sus seguidores en todo el país, lo cual es, hay que reconocerlo, el mayor éxito de López Obrador dos años después, que llega a convocar todavía el delirio popular y alcanzar las cotas de una nueva fe no exenta de fanatismo entre diversos sectores de la sociedad. (Aquí un breve apunte: creo que los más fanatizados no son los más pobres, sino aquellos más solventes económicamente y hasta seguros de su formación académica; y si se desea, muy a la moda, pigmentar el debate, diré que tampoco son los más “morenitos”, sino los más “blanquitos”).
Vamos mejor. Lo peor ya fue superado. Sólo hemos sufrido unos cuantos tropiezos. La urgencia de mostrar cifras positivas llegó a extremos como exaltar que el consumo en tiendas de autoservicio creció a pesar de la pandemia (no debido precisamente a esta y al obligado confinamiento) en más de ocho por ciento, o que las remesas también aumentaron, como prueba de que es correcto su “pronóstico de que ya pasó lo peor de la crisis económica” (cuando en realidad los paisanos que trabajan en EU obviamente han tenido que enviar más dinero a sus familias en México, más necesitadas que nunca).
Sin embargo, quizás lo más preocupante del mensaje presidencial no sean sus desbordadas expectativas (en torno del T-MEC, por ejemplo, donde tiene puestas más esperanzas que los más neoliberales apologistas del acuerdo), ni las imprecisiones, medias verdades o mentiras que directamente expresó sobre casi todos los temas, sino su anuncio de que cumpliendo el “propósito de transformar a México por la vía pacífica, de manera rápida y profunda (…) para el primero de diciembre de este año estarán ya establecidas las bases de la nueva forma de hacer política”.
Esto preocupa (y mucho) porque “la nueva forma de hacer política” que ha tenido el partido en el poder es en realidad muy vieja: a través de un presidencialismo omnímodo, centralizador, partidario de un capitalismo de Estado arcaico y patrimonialista, y enemigo de los organismos autónomos, de las iniciativas ciudadanas y de todo cuanto converja en algún contrapeso a su poder.
Así, en los hechos, desde la presidencia se subvierte el orden federal (imponiendo un doble rasero: buen trato para los gobernadores obsecuentes, maltrato para los opositores), se imponen y cambian las reglas para la competencia (el caso de la CFE, muy alarmante), y se impulsa el sometimiento, cuestionamiento, descalificación y golpeteo presupuestal y político de los organismos autónomos, especialmente del Instituto Nacional Electoral, objeto de un sinnúmero de ataques que podrían descarrilar la transición democrática que con el esfuerzo de muchas generaciones México ha alcanzado.
Dice el presidente López Obrador que “todavía nos falta erradicar por completo el fraude electoral y convertir el apego a los principios democráticos, en cimiento inamovible de nuestra cultura cívica”. Y acto seguido –con todo y que asegura que respetará “las decisiones de los órganos electorales autónomos”– vuelve a autoerigirse en centinela del próximo proceso electoral y arremete de nuevo contra los “vociferantes” que advirtieron “que eso era intromisión, injerencia”.
Su mensaje es: los “respetaré” como bultos, pero de todos modos voy a pronunciarme sobre los resultados si hay fraude. ¿Y cuándo hay fraude? Mucho me temo que sólo habrá “fraude” donde Morena pierda, porque en ese indebido papel que dice que asumirá, no lo veo denunciando (si las hay) “acciones abyectas” de gobiernos como los de Cuauhtémoc Blanco o de Alejandro Murat, finos aliados y amigos incapaces de promover la compra de votos o el reparto de despensas, ¿cierto?
Pasaron dos años y la noción de vida democrática no parece haberse instalado en el bagaje político del presidente López Obrador, quien sigue suponiendo que ganó las elecciones del 2018 “a pesar del INE” o que la democracia se hizo real cuando él triunfó. Olvida que la alternancia en el poder comenzó mucho antes y que las reglas del juego democrático fueron las mismas cuando él perdió, pero también cuando él ganó.
El próximo proceso electoral será la prueba de fuego para saber si este gobierno se encamina al fortalecimiento de la vida democrática o si está comprometido con su desmantelamiento autoritario. Las señales no son promisorias, pero siempre queda la posibilidad de la resistencia de las instituciones y, desde luego, de la ciudadanía que les da vida y las defiende. El INE no es sólo una credencial: nos representa a todos, porque todos en algún momento también hemos formado parte de esta institución y sus labores, ya representando a un partido, ya como funcionarios de casilla.
Un presidente que vigila las elecciones terminará siempre siendo juez y parte. Esa es la forma de cómo el presidencialismo absoluto se reprodujo en México durante décadas. Ningún proceso democrático necesita de un big brother que desde Palacio Nacional lo sancione o desautorice. Si defender las atribuciones exclusivas del INE y la probada capacidad de los ciudadanos para participar de sus tareas significa “vociferar”, entonces vamos cuidando la voz porque habrá que hablar mucho, fuerte y claro, de nuestros derechos y libertades.
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