El título de esta columna iba a ser “El largo adiós”, pero dado que se ha convertido en larguísimo he decidido evitar que sea idéntico al de la gran novela de Raymond Chandler. Además, he añadido la palabra “cursilatría”, que recordé haberle leído a José Emilio Pacheco en un Inventario dedicado a Agustín Lara. Ahí, el poeta hacía desfilar varios términos: “cursilería, cursilaria, cursilatría”; este último, imposible de hallar en el diccionario, puede entenderse como una devoción por lo cursi (si tomamos como clave el sufijo derivado de la palabra griega λάτρις, latris, “devoto”).
Cursilatría, por lo demás, es la que mejor define el ambiente que rodea los interminables adioses al Jefe Máximo. Cada encuentro, presentación, visita, cada mañanera, en fin, en todo acto suyo nunca faltan voces compungidas, tristes y aun dramáticas que despiden a su campeón. De las innumerables muestras de afecto que provienen de la gente de a pie, no cabe poner en duda nada: son absolutamente sinceras, con uno que otro acarreado como animador, pero realmente se perciben como naturales y sinceras; se corresponden con la enorme popularidad de la que todavía goza (porque miren que el pueblo, hasta el “bueno”, es veleidoso; y si no, que le pregunten a Salinas de Gortari).
Eso sí, en el sprint final Morena echa la casa por la ventana: en el Zócalo, por ejemplo, el pasado 15 de septiembre, montones de autobuses para traer de todo el país a sus clientelas, simpatizantes y militantes, no sé si a partes iguales, aunque es evidente que hay de todo, incluso una franja muy importante que podríamos llamar –sin ninguna hipérbole– fanáticos: seres cuya conciencia fue abducida hace años por el señor de Macuspana y que parecen no tener retorno al paisaje policromático de la realidad.
Son estos, a decir verdad, los que a mí más me impresionan (y asustan) en cada acto del mandatario saliente. ¿Acarreados? ¡Qué va! Los he visto tocar al mesías y poner los ojos en blanco; caminar kilómetros con la foto de AMLO como escapulario; gritar consignas como si fueran oraciones; oírlo sin escucharlo, sin entender las fantásticas cifras y el anuncio de sus más inverosímiles sin parpadear, felices de poder verlo y de que él los vea. Con o sin torta son estos los que estarán hasta el final con él, los que llorarán su despedida y los que seguirán respondiendo a su convocatoria como patriarca de la Cuarta Transformación.
Colgados de este furor popular no faltan, desde luego, los jilgueros (así les decían en el PRI y no veo por qué Morena, consecuente con sus raíces, no deba llamarles de igual modo) que exaltan con inflamada prosa y poesía a su héroe. Ya en las páginas de El Universal Guillermo Sheridan ha dado cuenta de algunos de estos bardos (y bardas, faltaba más) que han cantado sus salutaciones y despedidas. Sheridan ha destacado, por supuesto, la lírica sin igual de la “jaguara del bótox tricolor”, Layda Sansores: “Has venido a levantarnos del polvo. Has logrado convertir las piedras en surco […] Traigo permanentemente un nudo en la garganta, vivo tragándome las lágrimas y para recordarte, en una mezcla de felicidad y pérdida, iré por el jardín de mis delicias a arrancar una flor de sangre para ponérmela en el pelo”.
Para no quedarse atrás, el propagandista más afanoso del régimen, Epigmenio Ibarra, ha escrito: “…a mí que llegué a creer que moriría con la lápida del régimen autoritario y corrupto sobre mis espaldas, me devolviste la esperanza y me diste razones y fuerza para seguir luchando. No estarás solo cuando abraces a los árboles y escuches a los pájaros allá en tu finca; estaremos millones contigo”. Ni a Elenita Poniatowska (hasta ahora) el Jefe Máximo le ha arrancado palabras tan conmovedoras.
Como se ve, la cursilatría tiene y tendrá en los próximos días muchos, demasiados exponentes. Pero en este larguísmo adiós del Jefe Máximo no hay que perder de vista que lo acompaña, como fiel comparsa, la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, quien de esta forma sigue entregando –cada día más y más, y sin que aparentemente le preocupe– algo, quizás mucho, del margen de maniobra que en teoría debería tener para poder comenzar su gobierno.
Todo esto, como se ha venido comentando en los medios, da lugar a una escena política por demás inédita: el presidente que se va parece ser, en realidad, quien va a tomar posesión del cargo el próximo primero de octubre; heredera sin carisma propio, Sheinbaum actúa únicamente como el principal testigo de su fulgurante paso por la historia y, humilde y solícita, se convierte en jefa de plañideras ante su inminente (pero dudoso) adiós.
Él se va tranquilo (a la chingada, dice) porque “hay relevo, tenemos una presidenta electa (...) de primera, una mujer con experiencia, preparada, sensible (…) que va a darle continuidad a la transformación con su estilo propio, con la inteligencia de las mujeres”. Pero este “relevo”, tal y como se va preparando, deja entrever que el que mucho se despide pocas ganas tiene de irse y, lo que es más preocupante, que la estafeta que supuestamente le cederá el primero de octubre se parece mucho al “bastón de mando” que le entregó hace unos meses: no tiene ningún poder propio.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez