A pesar de que el trauma de la Primera Guerra Mundial y el luto por una mortífera pandemia mundial (la mal llamada “fiebre española”) siguen presentes, las interminables fiestas del jazz y del fox-trot parecen anunciar que 1922 será un año prometedor. Todos de algún modo lo son si reparamos en las esperanzas que convocan siempre en la humanidad entera —salvo, y no es un asunto menor, en las culturas donde priva otro calendario—. Cuando llega el año nuevo, invariablemente la ilusión prospera: fenece por fin lo viejo, acaso lo malo; comienza lo novedoso, tal vez lo mejor de la vida, los grandes cambios.
Hace 100 años no tenía por qué ser diferente. Las efemérides de entonces nos lo recuerdan. Y son tan variadas y tan distantes que echar un vistazo a ellas reproduce de distintas maneras la sensación de novedad, de enorme sorpresa y jubilosas expectativas que en su momento despertaron. Constantin Brancusi volvió a lo esencial en el terreno de la escultura y generó una renovada emoción estética que muchos hubieran creído imposible después de Rodin. No sé qué dirían hoy ciertas feministas de su “Cabeza de mujer”, quizá les chocarían sus superficies lisas y su simpleza; me imagino que no faltaría alguna (sobre)interpretación en torno de lo que el artista rumano quiso decir, quizás algo despectivo, machista o patriarcal, cómo no. Pero hace un siglo estas nuevas expresiones, junto con las de Paul Klee, Max Ernst, Mondrian u Orozco (quien pinta aquel año los murales de la Escuela Nacional Preparatoria en México), por ejemplo, eran parte del filo con que se cortaría lo más representativo del arte del siglo XX.
Se estrena el Tribunal de Justicia de la Haya, instancia creada por la Sociedad de Naciones (antecedente de la ONU) para el arbitraje en los conflictos internacionales. Sus resoluciones puede que sigan siendo en muchos casos como los llamados a misa, pero sin duda es mejor que exista y tenerlo como referente del derecho internacional.
Es el año en que muere Proust y Joyce publica el Ulises, luego de innumerables obstáculos, menosprecios y hasta burlas de editores y otros colegas. Virginia Woolf escribe en su diario: “Acabé Ulises y me parece un fracaso… El libro es difuso. Es salobre. Pretencioso. Vulgar, no sólo en el sentido común sino también en el literario. Quiero decir que un escritor de primera línea respeta demasiado el acto de escribir para permitirse hacer trampas”.
El poeta T.S. Eliot corre apenas con mejor suerte con su Tierra baldía, aparecida en ese mismo año, a pesar de que el Times Literary Supplement señala, escéptico: “…los caballos más finos son los que tienen las bocas más delicadas y algún tirón poco cuidadoso ha destrozado el talento de Mr. Eliot. Esperemos que cuando recobre el control, su poesía haya ganado en fuerza y variedad después de este ambicioso experimento”.
No sabemos qué habría sido del Drácula de Bram Stoker sin la genial adaptación que Murnau hizo para el cine. Nosferatu, estrenada en marzo de 1922, es el ejercicio expresionista que habrá de reunir al amor con el terror. La soledad y melancolía de su vampiro nos siguen fascinando.
Por su parte, la arqueología vive uno de sus momentos fulgurantes con el descubrimiento de la tumba de Tutankamón. Es la culminación de una aventura extraordinaria que tiene lugar en el Valle de los Reyes de Tebas, después de meses de intenso trabajo, donde el egiptólogo Howard Carter encuentra este tesoro funerario.
Las chicas plásticas de Willie Colón nunca lo sabrán, pero buena parte de su mundo no habría sido posible sin el talento de Hermann Staudinger, quien sentó las bases teóricas de los polímeros en ese año, si bien el reconocimiento de sus investigaciones no le llegaría sino hasta 1953, cuando obtuvo el Premio Nobel de Química.
Habiéndose ya instaurado en Rusia, el totalitarismo decide que la nueva nación debe tener también un nuevo nombre: Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Se trata en realidad de un imperio que pronto tendrá como nuevo zar a un personaje mucho más sanguinario que todos los Romanov y sus predecesores juntos: José Stalin. Es la URSS que desencantará a André Gide y que cautivará a Pablo Neruda. Es la misma que se disolverá sorprendentemente en 1991, aunque pervivirá en la nostalgia de una izquierda retrógrada y amnésica que abriga aún el “ideal comunista”.
Otro totalitarismo, el del fascista Benito Mussolini, se encumbra a través de un golpe que pasará a la historia como la “Marcha sobre Roma”. Italia “peligraba”, oscilaba supuestamente entre la anarquía y la guerra civil; sólo un hombre inspirado, uno que siempre tuviera la razón (“El Duce siempre tiene la razón”, solía decir la propaganda), podía salvarla de la decadencia. Y para ello tenía que otorgársele el poder absoluto. Gobernó con el terror que imponían los “camisas negras” sobre sus opositores, pero también con el favor de millones de italianos que fueron embaucados por una inflamada oratoria, soluciones fáciles a todos los problemas y promesas de gloria. La pesadilla terminó en 1945 con el cadáver del líder colgando en la Plaza Loreto de Milán.
Por supuesto, 1922 fue mucho más de lo que a vuelo de pájaro me he permitido recordar aquí, como quien mira un siglo atrás para ingresar, memorioso, en un año más y poder desearle muchas felicidades a los amables lectores de este espacio.
FB: Ariel González Jiménez