La reciente visita del presidente López Obrador a Washington, ha reavivado las críticas a su política exterior que vienen, al menos, desde el mandato de Donald Trump. Si he entendido bien a los medios más autorizados, hay coincidencia en la desaprobación de la descuidada conducta personal del presidente, sobre todo en su entrevista cara a cara con el mandatario norteamericano en la Casa Blanca donde, sin consideración para su interlocutor y con desprecio total al protocolo acostumbrado en estos casos, leyó un discurso de media hora que contenía una impertinente lección de historia norteamericana y una lista de demandas que el mandatario mexicano considera prioritarias para su gobierno, sin preguntarse si también lo son para EE. UU.
También hay coincidencia en que el presidente Biden evitó elegantemente aprovechar la oportunidad para cobrar a su huésped los desaires a su investidura y los desafíos a los intereses de su país en América Latina. El trato fue comedido y cortés y su respuesta breve y mesurada, aunque claramente evasiva respecto a algunas demandas de López Obrador, como el otorgamiento de cerca de medio millón de visas temporales de trabajo para los mexicanos que buscan empleo o mejores salarios en su país, o como la regularización de la situación migratoria de los mexicanos residentes en EE. UU. Biden se limitó a aconsejar paciencia, seguramente porque sabe que no todos los ciudadanos ven favorablemente estas cuestiones.
Hay diferencias sobre el saldo final de la visita. Para algunos, fue un éxito si se toma en cuenta que muchos esperaban un trato ríspido y negativas más rudas a causa de los desplantes del presidente mexicano en su trato con Washington a raíz de la llegada del presidente Biden a la Casa Blanca, algunos de los cuales han ido más allá de la simple descortesía, como el boicot reciente a la Cumbre de las Américas a causa de la negativa de Washington a invitar a todos los países del continente, sin discriminación alguna por razones ideológico-políticas. La mayoría, sin embargo, cree que la entrevista fue un fracaso porque no hubo ninguna respuesta clara ni compromiso concreto del mandatario norteamericano. Los más fogueados reporteros de eventos de este tipo, creen que las cuestiones de fondo que se trataron en Washington no las conocerá el público en mucho tiempo, según ley no escrita en toda cumbre de alto nivel. Las minucias que han difundido los medios y que han acaparado la atención de los comentaristas, son el juguete para entretener a los no iniciados; pero algo esencial de lo que se trató en la entrevista solo lo podremos conocer a través de los sucesos que veremos y sufriremos en los días que vienen.
Dos hechos recientes parecen dar la razón a este último punto de vista. Uno es la detención, con fines de extradición a los EE. UU., de Rafael Caro Quintero, poderoso jefe de un cártel de la droga en un pasado lejano ya, y la demanda de una reunión de consulta entre los tres gobiernos firmantes del T-MEC (tratado comercial entre México, Estados Unidos y Canadá), para discutir la política energética del gobierno mexicano, un paso que, a decir de los conocedores, puede ser la antesala de un panel de resolución de conflictos con capacidad de juzgar y sentenciar a México en caso de violación a alguna disposición del T-MEC. La probable sanción consistiría en imponer aranceles a nuestras exportaciones al mercado común por una cifra que podría rebasar los diez mil millones de dólares. La ruina para nuestra economía.
Ambos sucesos, que contradicen, uno la estrategia de seguridad (“abrazos, no balazos”), y otro, la política de soberanía energética del presidente López Obrador, han encendido las alarmas de quienes tienen a Estados Unidos como el modelo insuperable de una organización social y económica exitosa en grado supremo, capaz de producir la más abundante riqueza material y el máximo bienestar para su población. Para este importante sector de la opinión pública, los principios en que se funda el éxito clamoroso de Norteamérica son verdades universales eternas, de validez fuera de toda discusión, principios intocables e inmodificables que todos los países deben seguir al pie de la letra si quieren obtener algún día un éxito semejante al de la capital mundial de la riqueza y el dinero.
En mi opinión, claro, esa sabiduría puede resumirse en dos breves principios de una sencillez impresionante, como todas las verdades científicas de gran trascendencia para la humanidad. El primero pertenece a Milton Friedman, el padre del monetarismo y del fundamentalismo de mercado, según el cual el único deber de los capitalistas con la sociedad es el de enriquecerse al máximo, todo lo que puedan, sin preocuparse por nada más, que de ello se encargará el libre mercado, es decir, el mercado gobernado única y exclusivamente por sus propias leyes, sin ninguna intervención extraña. El segundo fue formulado por Francis Fukuyama, según el cual el capitalismo monopolista transnacional es la coronación definitiva de la historia humana, el último eslabón de su desarrollo a través del tiempo. Con él hemos llegado al final de la historia, pues más allá de esta forma suprema del capital y el mercado está la nada absoluta. Toda búsqueda de una sociedad mejor, por eso, está irremediablemente condenada al fracaso.
Se entiende, pues, que para los partidarios de esta visión del desarrollo humano, resulte un desatino total, inútil y peligroso, atreverse a discrepar y desafiar el poderío financiero, industrial y militar de los Estados Unidos, más aún para un país como México, cuyo crecimiento económico depende enteramente del crecimiento de la economía norteamericana, tractor de la nuestra sin el cual se estanca. Y lo mismo ocurre con nuestro comercio exterior, que exporta algo así como el 80% de la producción agrícola e industrial al poderoso mercado norteamericano. Enfrentarnos a quien hace posible nuestra existencia como sociedad es un suicidio, y de aquí se deriva el desacuerdo radical y la condena sin atenuantes a la política exterior de López Obrador, en la que advierten un serio peligro para nuestra estabilidad económica y social en caso de que sus irreflexivas provocaciones acaben desatando una represalia de los poderes formales y fácticos de aquella nación.
Con el debido respeto a las opiniones ajenas, quiero decir, con plena conciencia de lo debatible del asunto, que no comparto totalmente este punto de vista. Y diré por qué. Los hechos y las cifras sobre la economía norteamericana y mundial, y sobre la capacidad del mercado para auto corregir sus imperfecciones y desequilibrios; su probada impotencia (lógica por lo demás) para lograr el bienestar de todos sin tocar la irracional concentración de la riqueza en unas cuantas manos, prueban elocuentemente la falsedad del monetarismo y el fundamentalismo de mercado de la teoría de Milton Friedman y, en consecuencia, dejan al descubierto también el carácter reaccionario y paralizante de la energía social de la tesis de Fukuyama. Esos mismos hechos y cifras demuestran que el mundo necesita una nueva y mejor organización social, que genere abundante riqueza, sí, pero también que la reparta de manera racional y equitativa entre todos los miembros de la sociedad, lo que no sucede en el modelo idealizado de la economía norteamericana.
La fe ciega en la perfección del neoliberalismo globalista del capital financiero y la resignación pasiva a depender de él eternamente, solo pueden sostenerse omitiendo echar un vistazo a los cambios que están teniendo lugar en el mundo de hoy y también al interior de la propia sociedad norteamericana. Si lo hacemos, veremos que ambas realidades hablan claramente del debilitamiento acelerado de la hegemonía mundial del globalismo financiero y de los EE. UU., como su exponente y beneficiario máximo. Veríamos que su imperio está siendo minado por la desigualdad y la división profunda que la misma produce en el seno de la sociedad, y también por el surgimiento de un vigoroso movimiento en pro de la reorganización del mundo sobre nuevas bases, encabezado por China y Rusia. Probablemente muchos dejarían de odiar y de temer tanto a países como Cuba, Nicaragua y Venezuela, que participan del mismo esfuerzo de emancipación de la humanidad de la pobreza y el hambre.
Los mexicanos también deberíamos trabajar por medidas eficaces a nuestro alcance para romper nuestra dependencia y sometimiento a los intereses del gran capital trasnacional, y prepararnos para entrar con paso firme en un mundo nuevo, más libre y respetuoso de nuestro derecho a la prosperidad y al bienestar de todos.
Estas son, muy sintetizadas, las razones de que nuestro desacuerdo con la política exterior de López Obrador sea menos radical que en el terreno de su política interior. Nuestra discrepancia no se sustenta en las mismas razones que las de los partidarios declarados de la globalización, del dominio absoluto de la empresa privada y del mercado sin control. Estamos incluso de acuerdo con algunos aspectos de la política latinoamericana de la 4T, como el apoyo fraterno y desinteresado a Cuba y su Revolución y el trato respetuoso a Venezuela, Nicaragua y Bolivia, acosados hasta el genocidio por quienes se dicen defensores de la democracia, la libertad y los derechos humanos. Para nosotros es una bocanada de aire fresco no ver ni oír al gobierno mexicano repetir en actitud simiesca los dicterios imperialistas contra el derecho de los pueblos de América Latina al progreso y a la independencia.
Coincidimos con la negativa de López Obrador a calificar de dictaduras populistas a los gobiernos del mundo que han tenido que hacerse fuertes y duros para mantener a raya a la subversión interna y externa (ambas alentadas y financiadas por EE. UU.). Aplicarles a tales gobiernos, sin más, el calificativo de dictaduras, es una perversa manipulación del fetichismo de palabras (también instilado en las masas por la clase dominante) como dictadura, que provoca rechazo y odio instintivos aunque no se sepa con exactitud lo que es una verdadera dictadura. Los manipuladores ocultan maliciosamente que en tales países hay una constitución y leyes emanadas de ella, y que hay democracia, aunque no sea del tipo liberal que ellos desearían.
Los antorchistas reprobamos el aventurerismo y el carácter contradictorio del resto de la política obradorista. Porque es peligroso aventurerismo, ciertamente, desafiar las posibles consecuencias catastróficas de las sanciones por violar el T-MEC, creyendo que basta con invocar el principio abstracto de la soberanía nacional para conjurar el peligro. Si el presidente fuera más serio, hace rato que habría emprendido una política de desarrollo económico autosustentable y la diversificación de nuestro comercio exterior que garantizaran la resiliencia del país ante un peligro como el que hoy nos acecha.
Rechazamos y denunciamos la flagrante contradicción que existe entre la conducta arrogante frente al presidente Biden y el disimulado servilismo que se agacha sin rubor ante Donald Trump y justifica las ultrajantes burlas del mismo patán; en exigir igualdad en la convocatoria a la Cumbre de Los Ángeles y no mostrar la misma o mayor firmeza para demandar el levantamiento inmediato del bloqueo genocida contra Cuba; en abstenerse de asistir a la cumbre de Los Ángeles y luego firmar obsecuentemente todos los “acuerdos” de esa Cumbre que le pusieron delante, al mismo tiempo que permitía que la península de Yucatán se convirtiera en el patio de maniobras del Comando Sur Norteamericano; en invitar al presidente Xi Jinping como orador único en la reunión de la CELAC celebrada en la capital mexicana, y en esa misma reunión proponer la unidad continental bajo la égida de EE. UU. para frenar el crecimiento y el desarrollo de China.
Los antorchistas del país nos preguntamos: ¿es real o fingida la política pretendidamente independiente de López Obrador? De lo que estamos convencidos es de que la élite norteamericana conoce muy bien al personaje que tiene delante y que está dispuesta a seguir tolerando sus desplantes sin sustento a cambio de que nuestros soldados sigan cuidando lo que ya consideran su frontera sur.
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