Chicago, Illinois – El aeropuerto más ocupado del mundo, el Hartsfield-Jackson, en Atlanta, deja beneficios económicos a esta ciudad en el orden de los $35,000 millones de dólares anuales. Si incluimos las contribuciones totales a la economía del estado de Georgia la bonanza alcanza $70,000 millones. Pago por uso de pistas, facilidades aeroportuarias, combustible para las aeronaves, comercio al menudeo, cuartos de hotel, consumo de los visitantes en la región, contribuciones de la carga que ahí llega y que de ahí parte, y los impuestos al consumo impulsan el empleo y la actividad económica.
Otro contendiente emergente es el aeropuerto internacional de Denver, en Colorado, cuyo crecimiento ha traído beneficios a la ciudad y estado. Según un estudio, el puerto aéreo contribuye con $36,400 millones de dólares anuales a la economía de Colorado.
Los dos ejemplos anteriores ayudan a contestar la siguiente pregunta, ¿por qué las naciones o las ciudades impulsan la industria aérea construyendo y modernizando imponentes aeropuertos? La respuesta es, porque es un gran negocio.
Cuando llegué a vivir a Chicago hace casi 25 años, el aeropuerto O’Hare era el más ocupado del mundo y a pesar de recibir monumentales inversiones que ampliaron su capacidad con pistas y terminales nuevas hoy es solo la novena terminal aérea por pasajeros transportados. No obstante, el liderazgo de esta ciudad reconoce con decisiones y hechos la vital relevancia de O’Hare como motor económico de Illinois.
Por ello, es incomprensible, inentendible, que Andrés Manuel López Obrador cancelara el Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México bajo acusaciones de corrupción que nunca probó, y usando una consulta ilegal no vinculante. Este puerto aéreo colocaría a México a la vanguardia con condiciones ideales para ser el cruce entre América del Norte, el resto de las Américas y otros continentes. En su cuarta y última etapa sería capaz de mover 120 millones de pasajeros al año —comparemos con los 20 millones que, ¿algún día movilizará?, el Felipe Ángeles. Cabe mencionar que en su primer año de operaciones el AIFA logró poco más de 2 millones de pasajeros, solo el 10 por ciento de lo proyectado.
Un argumento frecuente de AMLO fue que su propuesta en Santa Lucía “era más barata”. Aunque confesó en una de sus “mañaneras” que sus más cercanos asesores Alfonso Romo y Javier Jiménez Espriú le aconsejaron seguir con la obra de Texcoco, a lo que después de una noche de reflexión y sin evidencia adicional, el Presidente decidió “de barbas” la dirección conocida, no como una necesidad sino como un capricho.
Para no abrumar al lector evitaré citar un mar de cifras, pero hay que considerar el costo del avance de Texcoco que se perdió, los bonos con que se financiaría su construcción que se siguen pagando con intereses por usuarios, como yo, que volamos a la CDMX, y lo invertido en Santa Lucía, un aeropuerto regional con bonitos sanitarios temáticos pero que es un elefante blanco subsidiado por los contribuyentes.
Pero la mayor infamia fue negar las oportunidades que el nuevo aeropuerto traería por décadas a los mexicanos. El joven que tendría un empleo, el empresario con más negocio, ahora inexistentes. La base fiscal que pudo robustecer las finanzas públicas hoy dilapidadas por el populismo y la mentira sistemática.
Este daño patrimonial debe ser materia de análisis para que el Presidente enfrente la justicia al salir del poder. Después de todo, la destrucción no ocurrió en su patrimonio personal, sino que es un desfalco a la nación que se contabiliza en cientos de miles de millones de dólares. No es cuestión de opiniones, sino de cifras frías que prueban el fraude. AMLO debe responder por sus actos.