Chicago, Illinois. – Donald Trump estaría a la mitad de su segundo mandato si no fuera por la pandemia de Covid-19. En 2020, Estados Unidos tenía una economía vigorosa y la población percibía una sensación generalizada de bienestar. Pero la pandemia paralizó al país, el desempleo creció y la sociedad reprobó la reacción de un gobierno más preocupado en encubrir los estragos del virus que en resolver.

Dos años después, la administración Biden va en ruta hacia lo que parece será una contundente derrota en las elecciones legislativas. El motivo del descontento es el costo de vida que impone la inflación a los estadounidenses, y el aumento de la delincuencia en vastas áreas del país.

Es verdad que el alza de precios es producto de la desarticulación de cadenas productivas por la pandemia, y de los costos de energía por la guerra entre Rusia y Ucrania. No obstante, esta administración y su mayoría en el Congreso sí contribuyó a desbocar la inflación con paquetes de estímulo a todo tipo de causas que inyectan miles de millones de dólares a la economía.

Lo anterior se puede ejemplificar si en un auto que se mueve a alta velocidad, el banco central (FED) pisa el freno para desacelerarlo, pero Biden y su mayoría legislativa pisan el acelerador aventando carretadas de dinero para vivienda, negocios, incentivos fiscales, etc. Resultado, el vehículo se sigue moviendo a una velocidad peligrosa.

En paralelo a la responsabilidad de los demócratas también está el riesgo que enfrentamos ante el imperio de la falacia y realidad alternativa. Me explico: Trump inauguró el periodo de la “post verdad” en este país. Los hechos y cifras verificables no importan, lo relevante es movilizar a la gente con calumnias que apelan a sus miedos y sentimientos.

Aquí un ejemplo, el 70 por ciento de los republicanos creen que hubo fraude electoral en la elección presidencial de 2020. Esta creencia es la gran mentira que Trump les dijo, pero el argumento nunca fue probado por jueces y funcionarios electorales que supervisaron el proceso. No hay evidencia, ni argumentos que sostengan esta temeraria afirmación. Sin embargo, el daño a la credibilidad institucional está hecho. Según una encuesta reciente de Axios-Ipsos, 4 de cada 10 republicanos culparán a un nuevo fraude electoral si su partido no gana la mayoría legislativa este 8 de noviembre. “Si no ganamos, hay complot”, dirían en otras latitudes. 

Así mismo, hay una oleada de candidatos a posiciones estatales importantes para contar los votos en Minnesota, Georgia, Pensilvania, entre otras entidades, que siguen negando la legitimidad de la elección de Biden. Estos personajes, sea por fanatismo o conveniencia política, son minions del demagogo-populista que desde el poder erosionó la credibilidad en elecciones libres y en la transferencia pacífica del poder.

En este contexto, los demócratas daban por hecho que conservarían la mayoría en el Senado, una aspiración que hoy parece desvanecerse. Incluso, candidatos republicanos verdaderamente impresentables llevan la delantera o al menos son competitivos en contiendas donde no deberían ser tolerados ni como aspirantes. Es decir, la demagogia ha caído como una cascada, normalizando la simulación en el actual proceso electoral.

Tristemente, las realidades alternativas -que son vulgares mentiras- representan una hoja de ruta para hombres y mujeres pequeños que lucran con el engaño para promover sus intereses políticos. No importa el descrédito institucional, el encono, ni la polarización social que esta ominosa herramienta deja en la sociedad. Es como si la única premisa que importa es, “ganar a como dé lugar, aunque luego sólo queden cenizas para gobernar”.

Periodista 
@ARLOpinion

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