Chicago, Illinois.— Las plataformas digitales más populares suspendieron las cuentas del presidente Donald Trump. El argumento de Twitter, Facebook y YouTube fue prevenir más violencia inspirada en las mentiras del Ejecutivo. Incluso, líderes como Angela Merkel, de Alemania, describieron la situación como “problemática”.

La canciller reprobó que los gigantes tecnológicos siguiendo sólo sus reglas corporativas silenciaran al hombre más poderoso del mundo. Merkel cree que deben ser los gobiernos quienes regulen la libertad de expresión y la responsabilidad de las redes sociales. Para ello, mencionó las iniciativas de ley “Servicios Digitales” y “Mercados Digitales”, que todavía están bajo consideración en la Unión Europea.

Ciertamente, Estados Unidos ha dejado que esas compañías se autorregulen con malos resultados. El Congreso ha cuestionado a los ejecutivos de esas empresas sobre su responsabilidad por los contenidos publicados en sus plataformas, especialmente la desinformación y la proliferación de grupos de odio, pero aún no contamos con una normatividad que nos dé certidumbre y claridad.

En lo que hay avance es en combatir las prácticas monopólicas de los actores dominantes. Ejemplo, cuando se realiza una búsqueda en Google o Amazon no se deben privilegiar los resultados que muestran los productos que ofrecen estas empresas. También, se está presionando a Facebook para que venda Instagram y WhatsApp y así limitar su capacidad para obtener la información personal y el historial de navegación de sus usuarios —para que éstos entiendan perfectamente lo que implica esta práctica—.

A pesar de la falta de reglas, las críticas a la suspensión digital de Trump son más una oportunidad para el sermoneo europeo que opiniones sólidas que resuelvan la urgencia que vivimos. Durante la insurrección del 6 de enero en Washington D.C., los iracundos manifestantes fueron convocados, motivados e instruidos por el presidente. La retórica de Trump fue el precursor de la violencia luego de alimentarlos con mentiras sobre la legitimidad del proceso electoral. Lo ocurrido fue una rebelión en contra de miembros del gobierno legítimamente constituido por el pueblo, quienes conducían un protocolo pilar de la transición pacífica del poder: calificar la elección presidencial.

A pesar de la gravedad del ataque, Trump siguió mintiendo en cada uno de sus mensajes en las redes sociales durante y después de la insurrección. Todavía el 12 de enero rechazó asumir la responsabilidad por los eventos y calificó su retórica como “perfectamente apropiada”.

Efectivamente, Estados Unidos está retrasado en legislar las actividades de los gigantes tecnológicos. Sin embargo, la emergencia en que nos encontramos justifica que sean estas compañías las que suspendan al pirómano decidido a propagar las llamaradas del encono.

Otro elemento que ilustra la situación, el FBI emitió una alerta sobre posibles movilizaciones de trumpistas armados en Washington D.C. y en las 50 capitales estatales en los días previos a durante la juramentación de nuevo mandatario.

Las calumnias, teorías conspirativas y acusaciones infundadas del todavía presidente son razón suficiente para retirarle la bocina que usaba para polarizar.

Una vez el loco esté fuera del poder, la administración de Joe Biden tiene el deber de iniciar la conversación para regular el accionar y la responsabilidad de las plataformas digitales.

No obstante, el peligro de Trump es tan evidente que, al escribir estas líneas, la Cámara de Representantes lo enjuició políticamente por segunda vez —primera vez en la historia que ocurre—. Entre quienes votaron para condenarlo por “incitar la insurrección” se encuentran 10 legisladores republicanos. Hoy, controlar al errático y peligroso ocupante de la Casa Blanca no es un asunto político o partidista. Es una necesidad para evitar que ocurran más desgracias.

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