Chicago, Illinois. - El presidente Joe Biden anunció un plan que invertirá 2 billones de dólares en infraestructura. Construir carreteras, modernizar aeropuertos y trenes, edificar estaciones de carga para autos eléctricos y subsidios a ciudadanos de bajos ingresos para adquirir un vehículo del futuro, son parte de la lista de buenos deseos. Lamentablemente, la iniciativa está destinada a fracasar en su concepción actual.
Las inversiones en infraestructura siempre son bienvenidas, inyectar millones de dólares en mejorar el acceso al internet en comunidades rurales cae bien entre políticos y ciudadanos. Demócratas y republicanos gustan del efecto multiplicador que estos fondos traen a sus comunidades. Sin embargo, el reto es cómo pagar por estas promesas.
Al presentar el plan, Biden tocó las fibras correctas. Habló de los sectores que dominarán la economía, como las energías renovables, hizo énfasis en lo vital que es para Estados Unidos no retrasar su desarrollo en sectores estratégicos para no entregar el liderazgo mundial a gobiernos autócratas. El discurso apeló a la unidad para implementar los proyectos más ambiciosos desde la construcción de las autopistas interestatales y la carrera espacial.
El problema es que también propuso aumentar dramáticamente los impuestos a las corporaciones en un equivalente al 1.3 por ciento del PIB. El impuesto a corporaciones subiría del 21 al 28 por ciento en las ganancias domésticas, e impondría un mínimo de 10.5 por ciento sobre los réditos de empresas estadounidenses que operan en el extranjero. Así se crea una doble tributación, una donde se generan las ganancias y otra al fisco estadounidense.
Bajo este esquema, es probable que convenga más a las empresas estadounidenses vender sus activos, digamos en Francia, para que como compañía local sólo se les tribute una vez en Paris donde hacen negocios. En suma, se busca ordeñar agresivamente los dólares del sector privado, y coloca en desventaja a las compañías estadounidenses frente a sus competidores europeos, chinos, coreanos, etc.
Donald Trump dinamizó a las grandes capitales recortando el impuesto a corporaciones en un nivel obsequioso y excesivo. No obstante, el razonamiento de Biden descansa en una lógica de guerra de clases donde hay que castigar a los “malditos ricos”, para que “paguen lo justo”, sin pedir que el ciudadano promedio colabore así sea en una proporción modesta.
Todo gobierno que antagoniza excesivamente al sector privado está destinado a fracasar. En la globalización los capitales viajan con la facilidad de apretar un botón en una computadora. El dinero no tiene patria, pero sí reconoce condiciones adecuadas y convenientes. Las naciones donde se fomenta una relación respetuosa, hay certidumbre a la inversión, se respeta el estado de derecho y no se etiqueta a los emprendedores como vampiros chupasangre, es donde privados y gobierno construyen el progreso económico y social.
La segunda píldora envenenada del plan es la decisión de aprovechar la coyuntura para que la mayoría de los empleos creados sean sindicalizados. Las organizaciones laborales son soldados del Partido Demócrata. Una inyección masiva de capital condicionada a ampliar la base de afiliados a su ejercito de simpatizantes será una fragancia de zorrillo para cualquier republicano que considere un esfuerzo bipartidista.
El presidente Biden diagnostica correctamente los retos que Estados Unidos enfrenta para mantener una economía vigorosa y defender su liderazgo global. El mandatario dijo que su prioridad era unificar el país luego de cuatro años de su estridente antecesor. Sin embargo, su plan de infraestructura es un Caballo de Troya plagado de favores a la membresía de su partido, y usa el resentimiento social para avanzar. Así no va a caminar la cosa, presidente Biden.
@ARLOpinion