La corta vida del poeta coahuilense Manuel Acuña es un ejemplo clásico del romanticismo decimonónico, tanto que su muerte está míticamente atribuida a un suicidio amoroso. Lo cierto es que su estancia en la capital mexicana avivó en Acuña los desvíos del corazón.
Llegó a la metrópoli a estudiar Medicina y se alojó en la escuela aledaña a la Plaza de Santo Domingo. Ahí conoció a Soledad, encargada del aseo. De acuerdo con sus compañeros más cercanos, como Juan de Dios Peza, “Chole” no permitía que el bardo de Saltillo vistiera camisas sucias; él, en agradecimiento, la inmortalizó en verso, costumbre que repetiría con otras mujeres. De su segundo amor también fue testigo Peza. Su amigo cayó rendido al contemplar el cuadro de la noble italiana Francesca de Rimini: “Oye, Juan. ¿No querrá el dueño vendérmelo?, anda dile.” Al conocer Peza los eternos apuros económicos del enamorado, se limitó a decir: “Pero, ¿con qué dinero lo vas a comprar?”.
Sin embargo, fue la relación con Laura Méndez Lefort la que le ocasionaría una primera herida. La joven también poseía un talento que asombraba a más de uno, del cual hacía gala en las tertulias literarias que los padres de la futura poeta acostumbraban hacer en su hogar. Para Ana Rosa Domenalla y Luz Elena Gutiérrez de Velasco, Laura era una bella mujer de “rostro agradable, de óvalo redondo y grandes ojos oscuros de mirada serena; nariz recta y boca de labios finos” y José Emilio Pacheco la describe como “una persona de insaciable curiosidad intelectual”.
La pareja se conoció a mediados de 1872 y, a partir de ese momento, Acuña encontró nueva musa. El cura José Castillo y Piña, en unos estrambóticos “recuerdos” publicados 70 años después de estos sucesos, afirma que el romance surgió de un encuentro casual, un día que Laura estaba “pálida, desencajada y macilenta, su semblante revelaba grande angustia”, y Acuña, “abusando de las finezas que había presentado a aquella pobre mujer desamparada, cometió un crimen con ella”.
El idilio aumentó en intensidad. Acuña escribió los endecasílabos “A Laura”, arenga poética en la que no habla de amor, sino de la inteligencia y buena estrella de Méndez: “Sí, Laura... que tu espíritu despierte/ Para cumplir con su misión sublime,/ Y que hallemos en ti a la mujer fuerte/ Que del oscurantismo se redime”. Su relación quedaría asentada en rima asonante. Laura le respondió también con una serie de versos. Así, la prensa y sus lectores fueron testigos involuntarios de este exaltado amorío.
En febrero de 1873, Acuña anunció el rompimiento con Laura en un poema titulado “Adiós a” y más tarde también le escribiría otras coplas de desamor como “Hojas secas”. Laura le contestó de la misma manera: “La noche de la duda se extiende en lontananza;/ la losa de un sepulcro se ha abierto entre los dos”. Los cotilleos de la época atribuyeron el desencuentro al prócer de las letras Guillermo Prieto, entonces cincuentón, viudo e interesado en su brillante alumna de la Escuela de Artes y Oficios.
El disgusto de Acuña sobre estas malas voces fue doble, pues entre ambos no sólo existían celos amorosos, también profesionales. Prieto ya era un escritor consumado y se decía que veía a Acuña como un advenedizo con suerte, pues, a sus escasos 24 años, gozaba de fama y popularidad. Varios amigos dieron testimonio de estos sucesos: “Fue novia y, después amante de Acuña: por estas relaciones, vivió sola, alejándose de familiares y amigos; económicamente dependía del poeta, paupérrimo a la sazón. Buscando alivio, (…) se dirigió a Prieto (…). Éste ofreció conseguirle boletos de alimentación gratuita y proporcionarle otros subsidios, siempre que la joven concediera sus encantos al vejete. Ella rechazó las viles proposiciones”. Acuña escribió entonces el drama El pasado, cuyo tema central es la entrega de una joven a un anciano por necesidad.
La suerte de Laura quedó echada. Su esperanza de “Un mundo de delicias gozar hora tras hora,/ y entre crespones blancos y ráfagas de aurora/ la cuna de nuestro hijo como una bendición”, se esfumó. Ciertos o no los rumores de su relación con Prieto, Acuña se negó a reconocer al vástago que su amante esperaba.