En marzo de 1854, Antonio López de Santa Anna, urgido de recursos para mantener su boato, decidió poner en práctica el impuesto por puertas y ventanas, a pesar de la opinión de algunos de sus funcionarios, por las deficiencias en la normativa y porque se acumulaba un sinfín de excepciones. En ese tenor, no quedaban comprendidos los inmuebles donde se ubicaran iglesias, escuelas, vecindades, fábricas y trojes. Además, con motivo de las guerrillas presentes en diversos territorios, en algunas zonas se volvía imposible aplicar las disposiciones.

El desorden generado provocó que, a pesar de las intenciones del dictador, la contribución se introdujera a destiempo en algunos lugares. Al reconocer la falta de planeación en la implementación del tributo, se acordó que los contados ciudadanos que cumplieron con prontitud se hicieran acreedores al reintegro de un porcentaje de la cantidad cubierta, esto con la finalidad de premiarlos y que el cobro ya fuera unificado en todo el país una vez entrado el mes de agosto. De esta manera, se notificó a los individuos que hubieran pagado durante el periodo comprendido de marzo a junio que, desde el 5 de agosto, se les realizaría el reintegro de la diferencia.

A pesar de que se tenía la esperanza de que no fuera necesario emplear mayor capital del erario en el fortalecimiento del aparato burocrático, desde su nacimiento se pagaron horas extras y se tuvo que invertir en la expedición de boletas para llevar el control del gravamen. Por si esto no fuera suficiente, el pago casi se volvió voluntario, eran tan pocos los trabajadores de la hacienda pública que se esperaba que los ciudadanos acudieran solícitamente a saldar un impuesto que no generaba multas y amonestaciones por su incumplimiento. El resultado: fue más el dinero invertido que el recibido.

Ante el aparente fracaso del impuesto por puertas y ventanas, “su Alteza Serenísima” también decretó, en septiembre, una tarifa por la tenencia de perros como una copia del esquema financiero europeo. Este peculiar gravamen se limitó a la Ciudad de México, y consistía en el cobro de un peso mensual por cada can sin distinción de raza, tamaño, o que fuesen “bien para el resguardo de sus casas o intereses, bien para la custodia de los ganados u objetos que se (introdujeran) a la municipalidad, bien para la caza o diversión, por gusto o cualquier fin”. El entero debía realizarse directo en las oficinas debido a que fueron pocos los que acudieron a empadronar a sus animales domésticos y, como es posible anticipar, la falta de pago tampoco generó sanciones.

Ante la escasez de captación pecuniaria, algunos sugirieron como alternativa la colocación de collares que sirvieran para la identificación del estado fiscal de cada uno de los perros registrados, así, en caso de localizar algún perro sin este distintivo, éste sería capturado y puesto a disposición de las autoridades; si el dueño no lo reclamaba, se procedería a sacrificar al animal. De acuerdo con el historiador Héctor Strobel del Moral, tal moción resultó improcedente y, si había apatía por parte del mandatario para cobrar, era mayor la del pueblo: el registro indica que, al mes de noviembre, apenas se habían recaudado 100 pesos derivados de esta imposición.

A principios de agosto de 1855, cuando el padrón de cobro por puertas y ventanas empezaba a regularizarse y el de tenencia de perros al fin se había puesto en marcha, la caída final de Santa Anna marcó la extinción de estos impuestos, ya que los contribuyentes no sabían si los vencedores ratificarían sus obligaciones o seguirían experimentando la manera de sanear las finanzas públicas de la destrozada nación.