Durante su último periodo presidencial, Antonio López de Santa Anna optó por implementar una peculiar reforma fiscal que ha sido vilipendiada por la historiografía sin mayor análisis, tal como lo demuestra en un documentado estudio Héctor Strobel del Moral. Para el investigador, visto de manera objetiva, “su Alteza Serenísima”, al imponer nuevas contribuciones, sólo erró en haber realizado una inadecuada adaptación al contexto nacional.
La obligación de pagar impuestos sobre las partes que integran un inmueble fue instaurada por primera vez en Inglaterra durante el siglo XVII a causa de “las constantes guerras y el desgaste de las arcas reales”; al respecto, la monarquía, “interesada en gravar la riqueza de forma directa y progresiva”, y debido a que no era necesario ingresar a las viviendas, puesto que los recaudadores podían registrarlas desde el exterior, convino que el número de ventanas de una casa podía reflejar un aproximado de los ingresos de su propietario. El caso inglés no fue el único en su especie: Francia, entre otras, estableció la misma norma después de la Revolución de 1789, la cual no fue suprimida sino hasta 1925.
México ingresó a esta lista el 9 de enero de 1854, cuando se instauró la contribución por puertas y ventanas, la cual incluía también zaguanes, cocheras y balcones. La tarifa se determinaba conforme al sitio en el que estuviera ubicado el inmueble, por ejemplo, “una vivienda en la ciudad de México pagaba más que cualquier otra del país, y si daba frente a la plaza mayor, pagaba más que las de los suburbios”. De acuerdo con el historiador decimonónico Anselmo de la Portilla —quien fue el primero en asentar estos gravámenes como una prueba palpable de las vejaciones en contra del pueblo—, que Santa Anna decidiera cobrar dicho tributo resultó en una afrenta; sin embargo, la realidad dista en gran medida de lo referido por la conveniente versión de De la Portilla y sus seguidores, misma que se ha repetido hasta nuestros días.
Mientras que la hacienda pública estaba obligada a cobrar el impuesto de forma mensual, no hubo aumento de personal alguno ni se otorgaron recursos a los jefes de los estados para poner en marcha un proceso estructurado: la colecta resultó una chapuza por la premura con la que se decretó. Al respecto, algunos recaudadores advirtieron que sería mejor establecer el pago con una periodicidad trimestral, dado que, de tener que cumplir con dicha obligación como se planteó en un inicio, la gente se aglomeraría en las oficinas y, sin empleados suficientes, sería imposible atenderlos, además de que lo obtenido de aquellos que vivieran lejos iría disminuyendo paulatinamente a causa de los viajes engorrosos que se verían obligados a realizar. También se criticaron las cuotas pues, en muchos pueblos, los suburbios estaban a una cuadra de las plazas principales, por lo que se podrían confundir con los importes o, de lo contrario, habría que atender miles de casos específicos. Con todas estas dificultades, se anticipó que la población haría caso omiso de la nueva imposición y, en consecuencia, otros funcionarios sugirieron aplicar multas sin exención alguna contra los evasores.
Por estos reparos, el dictador decidió no aplicar el impuesto por puertas y ventanas en febrero y diferirlo para marzo, a fin de dar tiempo a que sus asesores encontraran la manera de presentar una normativa más sencilla. Santa Anna estaba cierto de su popularidad, así que confiaba en que al final ingresaría lo necesario para sostener el boato de su régimen y dar cuenta de un pequeño grupo de inconformes que conspiraban contra él en una oscura ranchería de Ayutla.