Los intentos occidentales por entender el budismo son relativamente recientes. A pesar de la existencia de una temprana comunidad de griegos conversos y, un milenio más tarde, algunos testimonios de Marco Polo, los pensadores europeos tardarían en hacer acercamientos serios a dicha doctrina; primero desde la teología, tratando de desacreditarla, y luego, con mayor entusiasmo, por filósofos como Arthur Schopenhauer o Friedrich Schlegel.
La mayor difusión fue a través del movimiento de la teosofía, una agrupación que atrajo a algunas de las élites más destacadas de los finales del siglo XIX. El éxito, por un lado, impulsó la traducción de varias de las escrituras fundacionales del budismo y, por otro, fomentó su difusión en el nuevo continente. El Buda se convirtió en un personaje recurrente en los relatos y poemas modernistas, destacando las representaciones de José Martí y Amado Nervo.
Sin embargo, era evidente la falta de rigor en estas aproximaciones, el Buda que nos trajo la teosofía sería irreconocible para casi cualquier practicante de Vietnam, Japón o Tailandia. José Vasconcelos denunció al movimiento ocultista por no cuidar “la autenticidad de sus citas, ni [seguir] método alguno”, y a su fundadora, Helena Blavatsky, por divulgar interpretaciones llenas de “charlatanería e ignorancia”. Aunque no dominaba el sánscrito, el oaxaqueño dio pie a una lectura más rigurosa de los textos que habían sido traducidos, mayormente al francés. Estas pesquisas quedaron grabadas en sus “Estudios indostánicos” donde puntualizaba su interés en el tema: “Ninguna enseñanza [sobre el espíritu] nos dejaba satisfechos, y ninguna de las grandes cuestiones fundamentales dejó de interesarnos vivamente. Disgustados de nuestro medio y decepcionados de Europa, que atravesaba por ese período de corrupción materialista que precedió a la guerra, nos deleitábamos algunas veces con las páginas indostánicas, que leíamos con mezcla de asombro y de curiosidad confusa”.
Sus fuentes eran los libros de la rama ortodoxa del budismo, llamado “Theravada”, para la cuál el máximo fin era la destrucción del ego para escapar del constante ciclo de reencarnaciones. La admiración que profesó Vasconcelos por la figura del Buda no le hizo escapar de hacer interpretaciones sui generis, pues, aunque había en el asceta una indudable sabiduría, el desapego del mundo lo alejaba del ideal piadoso que se mostraba en el mesías cristiano. El afán sincrético lo llevó a hacer a una propuesta que incomodaría a católicos y budistas.
Dentro de las distintas tradiciones búdicas, se habla de un Buda futuro llamado Maitreya, quien vendría a renovar y refrescar la enseñanza. Vasconcelos afirmó convencido que Maitreya era Jesús de Nazaret. Con esto se vinculaban Oriente y Occidente, y se mantenía la figura de Cristo en el lugar cúspide del desarrollo humano.
A pesar de lo cuestionable de su aproximación, el rigor que introduciría Vasconcelos fue importante para que futuras figuras de la cultura hispanoamericana pudieran utilizar el pensamiento budista en su creación. Para Ricardo Chávez: “Vasconcelos establece un parteaguas entre el budismo de salón y de revista literaria, acompañado de hachís y hastío […], y, por otro lado, el budismo vuelto objeto de estudio y de reflexión cultural de mayor aliento, como ocurrirá después, ya en pleno siglo XX, en el campo filosófico con Ortega y Gasset, de manera más bien tangencial, o en el literario con autores como Borges, Octavio Paz y Severo Sarduy”.