El proceso contra los asesinos de Manuel Lisandro Barillas, Florencio Morales y Bernardo Mora, arrancó en junio de 1907. El crimen se cometió en la capital mexicana, el occiso era amigo personal de Porfirio Díaz y, como consecuencia, la relación entre México y Guatemala se deterioraba.

El juicio se llevó a cabo bajo las normas del Código Penal de 1870 y fue de carácter público, esto último con el fin de demostrar la transparencia e imparcialidad en la administración de justicia. En este caso, sin embargo, la causa se mediatizó y no parecía que los implicados tuvieran alguna posibilidad de ser absueltos. La opinión popular era contundente y los condenaba, no por un apego hacia el caído, sino porque supuestamente el suelo mexicano había sido vulnerado frente a los ojos del mundo entero.

El jurado fue seleccionado a finales de mayo y el proceso dio inicio al cuarto día del siguiente mes. La defensa se integró por los licenciados Rodolfo Reyes, Francisco de P. Olaguíbel y Agustín Arroyo de Anda; el Ministerio Público estuvo representado por el agente José M. Lozano. La parte acusadora arrancó la exposición. Su primer testigo fue el secretario particular de Barillas, seguido de una retahíla de declarantes, desde estudiantes que caminaban por las cercanías, hasta el gendarme que realizó la aprehensión y encontró el arma homicida. Todos coincidían en imputar a Morales y a Mora. El primero fue descrito por la prensa de manera sombría, con un aire grave y sin aparente arrepentimiento; el segundo, fue dibujado como un personaje de “estatura baja, cuerpo delgado, color trigueño y pelo crespo”, y con la extravagancia de referirse a sí mismo como “un hombre honesto”. El sentir de los lectores se reflejó en la pluma de los editoriales: “Nosotros quisiéramos que todos los jóvenes capaces de discernimiento hubieran asistido a esas audiencias en que se ha visto el horroroso espectáculo de la corrupción del hombre”.

Dos días más tarde se leyeron las constancias procesales y se prepararon los discursos de cierre. El fiscal impactó al jurado al mostrar el cuchillo y terminar con una exposición que causó los aplausos de los asistentes: “Haced que México brille con una suprema lección de amor y complete la obra de la policía y del juez instructor. Esto es lo que espera de vos México, con México, la República, y con la República… ¡El universo!”.

Rodolfo Reyes, a su vez, los defendió de una manera que fue vitoreada por la prensa: “Su discurso hermoso, transparente, sobrio, fue escuchado con interés, casi con religioso silencio pudiéramos decir. […] Él habló y habló brillantemente. Así es como suben y se elevan los que valen. Los aplausos fueron largos, nutridos, prolongados”. El otro defensor, Olaguíbel, también desplegó una celebrada disertación, centrada en apuntar al general guatemalteco que había ordenado el ataque, José M. Lima, como el verdadero culpable.

Las deliberaciones apenas duraron hora y media. El resultado fue unánime, no se aceptó ninguno de los argumentos de la defensa. De inmediato, el Ministerio Público pidió que se aplicara la pena de muerte; Arroyo de Anda se opuso y suplicó clemencia. El juez se retiró por un momento para meditar su veredicto. Al regresar al salón, apenas cinco minutos después de la media noche, la tensión entre los espectadores era tal que el mismo funcionario pidió a todos los asistentes ponerse de pie y a los gendarmes presentar las armas. El silencio sepulcral se interrumpió: se aplicaría la pena máxima. Los culpables fueron ejecutados en el jardín de la cárcel de Belén días después.



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