A Genaro Estrada (1887-1937) se le recuerda principalmente por sus aportaciones en el campo de la diplomacia. Todavía, en los diversos conflictos internacionales que hemos sostenido, se cita con frecuencia la doctrina que lleva su nombre. Dada la trascendencia de este legado, sus contribuciones en el ámbito de la cultura suelen pasar desapercibidas.
Es cierto que su obra literaria no logró el mismo reconocimiento que la de los Ateneístas o la de los Contemporáneos, puesto que sus dos libros en prosa —Visionario de la Nueva España (1921) y Pero Galín (1926)— se encasillaron dentro del colonialismo. A pesar de ello, el “gordo”, como Alfonso Reyes lo llamaba cariñosamente, fue un actor fundamental en el campo literario durante más de dos décadas.
Oriundo de Mazatlán, se instaló en la Ciudad de México en 1912, donde se relacionó con escritores como Enrique González Martínez y Julio Torri. En 1916 publicó su primer libro, la antología Poetas nuevos de México, que mereció el aplauso del medio literario. Al año siguiente comenzó su carrera política con un puesto menor en el gobierno de Venustiano Carranza. Gracias a su disciplina y laboriosidad logró ascender hasta convertirse en ministro de Relaciones Exteriores en 1928.
Si bien sus responsabilidades políticas y diplomáticas consumían la mayor parte de su tiempo, no abandonó sus intereses por la historia y la literatura. Al contrario, su gestión en la cancillería le permitió financiar proyectos culturales y editoriales como la colección del “Archivo Diplomático Mexicano”, cuyo objetivo era preservar la memoria histórica de la nación, y el PEN Club de México, una asociación destinada a crear vínculos entre los intelectuales europeos y americanos.
Estrada también se convirtió en un mecenas de escritores y artistas. A José Juan Tablada y a Alfonso Reyes, exiliados por la Revolución, les asignó tareas para renovar la imagen de México en el extranjero. Uno de sus mayores aciertos en materia cultural y literaria fue apoyar la continuación de “Contemporáneos”. Cuando Jaime Torres Bodet y Bernardo Ortiz de Montellano dejaron de recibir el financiamiento de Manuel Puig Casauranc, acudieron a Estrada, quien subvencionó la revista hasta su extinción.
Luego de renunciar a su puesto como canciller, se desempeñó como embajador en España, Portugal y Turquía. Por una afección cardiaca regresó al país en 1935, donde continuó ejerciendo una función importante en el medio cultural, en especial con los jóvenes poetas de la generación de “Taller”. Entre otros, a Efraín Huerta lo ayudó a publicar Línea del alba, mientras que a Octavio Paz lo auxilió para instalarse en la burocracia.
Tras el estallido de la Guerra Civil española, invitó a México a Ramón Menéndez Pidal, Ramón Gómez de la Serna, Juan Ramón Jiménez y José Moreno Villa; pero sólo consiguió traer a este último, quien describió la generosidad de Estrada en Vida en claro.
Su muerte en septiembre de 1937 dejó trunco su mecenazgo cultural. Desde Argentina, Alfonso Reyes escribió una emotiva semblanza luctuosa: “El que comprende a unos y a otros, y a todos puede conciliarlos; el que trabaja por muchos y para muchos sin que se le sienta esforzarse; el que da el consejo oportuno; el que no se ofusca ante las inevitables desigualdades de los hombres y les ayuda, en cambio, a aprovechar sus virtudes; el fuerte sin violencia ni cólera; el risueño sin complacencias equívocas; el puntual sin exigencias incómodas […], tal era Genaro Estrada, gran mexicano de nuestro tiempo”.