Abbie Hoffman sentenció que la revolución no es algo fijo de una ideología, ni algo de una década en particular, sino un proceso incrustado en el espíritu humano. Sea este espíritu el que habita el tejido social y el que se ve sacudido cada tanto, como atestigua nuestra historia.
Hace 108 años, en “El Correo Español” de jueves 19 de noviembre de 1914, apareció una columna que ponía en entredicho la legitimidad de la Revolución; en ella se declaraba que, si esta no traía cambios radicales en el marco de un acuerdo pacífico, habría de decirse que en México sólo había sucedido una sencilla revuelta. Así, se encomiaba el decreto del gobernador de Chiapas, el general Jesús Agustín Castro, en el que abolía la servidumbre en su entidad, a la vez que establecía el pago de un salario mínimo, se esbozaba de manera sucinta una ley para accidentes de trabajo, insinuaba un seguro para los obreros y, finalmente, suprimía las tan bien conocidas “tiendas de raya” que habían sido quizás uno de los mayores abusos contra la clase trabajadora.
La lucha entre las facciones continuaba, como da cuenta la noticia sobre el despliegue de las tropas de Álvaro Obregón hacia San Juan del Río, que contrasta con la especulación del enésimo intento de concluir el conflicto, consistente en la idea de que Carranza instruiría a Pablo González una serie de medidas bajo las cuales se daría el cese de hostilidades, entre las que se encontraban su salida y la de Villa hacia La Habana, delegando sus poderes provisionalmente, con el fin de “asegurar el éxito del movimiento y evitar la militarización del país” a través de la elección de un presidente. Como sabemos, esto último no ocurriría.
Donde sí imperaba un sentimiento de victoria era en el puerto de Veracruz, pues “El Abogado Cristiano Ilustrado” anunciaba la partida de las últimas tropas estadounidenses para el 23 de noviembre. Destacaba las gestiones de la cancillería y de Cándido Aguilar para lograr la desocupación y al tiempo dejaba constancia de los deseos de paz perdurable.
La Revolución no era la única conflagración del momento; la entonces llamada Gran Guerra comenzaba a dejar estragos, a la vez que una continua reflexión en torno a los quehaceres militares; “El Correo Español” resaltaba la pericia de los aviadores, en particular de los ingleses, y presuponía que, dado que ellos eran los héroes de su tiempo, debería gratificárseles por cada nave enemiga o zepelín derribado, con títulos nobiliarios hereditarios o prestaciones semejantes, como un seguro de vida o una pensión no menor a mil libras esterlinas.
Incluso con estos movimientos convulsos ocurriendo en distintos puntos del planeta, algunos columnistas, como los de “El Abogado…” tenían tiempo para reflexionar acerca de los cambios caprichosos del clima; en la segunda página del mencionado diario se especulaba acerca de lo extrañas que resultaban las lluvias torrenciales y la ausencia del frío a mitad del mes y se vislumbraba un trastorno en la naturaleza; asimismo, se reportaban las fosforescencias de algunas aves y de los árboles debido al hongo “armilaria mellea”, sin adivinar que esos mismos caprichos del clima eran sólo el anuncio del fin de las mismas.
Volvemos a atestiguar que, si bien como sujetos históricos tenemos frente a nosotros múltiples indicios, muchas veces nos encontramos en condiciones poco certeras para adivinar el desenlace de estos o sus alcances y que, mientras las grandes metamorfosis ocurren, la prensa nos sigue permitiendo visitar sus desarrollos y devenires.
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