Iliá Ehrenburg (1891-1967) fue un controvertido escritor y periodista ruso-soviético, cuya labor osciló entre el oficialismo estalinista y la crónica objetiva. Uno de sus libros más destacados es Gente, años, vida, memorias que son consideradas un documento primordial para la comprensión histórica de la mitad del siglo XX.
En las casi 2 mil páginas del volumen se relatan algunos de los acontecimientos más relevantes de las dos Guerras Mundiales, la Revolución de Octubre y la Guerra Civil Española; además desfilan por su obra muchos de los actores principales de la política, la milicia y las artes que configuraron aquel mundo de divisiones ideológicas radicales.
En el preámbulo, Ehrenburg puntualizó: “No tengo la intención de contar el pasado de manera ordenada, pues me repugna mezclar los hechos reales con invenciones […]. Hablaré de ciertas personas y de diversos años, alternando los recuerdos con mis pensamientos […]. También quisiera yo, con mi mirada afectuosa, hacer revivir algunas imágenes petrificadas; sí, del mismo modo que quisiera sentirme cercano a mi lector. Todo libro es una confesión, y un libro de memorias es una confesión que no trata de ocultarse en las sombras de unos personajes inventados”.
La remembranza de Ehrenbug irrumpe y arroja destellos en los fragmentos más inesperados, así, cuando el protagonista relata un momento de sus años mozos aparece de pronto una reflexión sobre lo que le depararían el futuro, las confrontaciones bélicas y las nuevas tecnologías orientadas al desarrollo humano, pero también a su exterminio: “En aquellos años de adolescencia, ¿acaso habría podido imaginarme que el futuro nos deparaba Auschwitz e Hiroshima? Habíamos sido educados con los libros del siglo anterior, y yo sólo conocía dos polos: el proceso y la barbarie, la educación y la ignorancia. Pero el siglo XX ha confundido muchas cosas”.
Un episodio que cuenta con entusiasmo y cierta solemnidad fue el de su primer encuentro con Lenin en diciembre de 1908, cuando el líder radicaba en París y un joven Ehrenburg se hallaba deseoso de continuar su formación en Europa. Según apunta el cronista, Vladimir Ilich presidía un séquito de alrededor de 30 emigrados, vestía con traje oscuro y lo que más llamaba la atención de su apariencia era su cráneo, “que no te hacía pensar en anatomía, sino en arquitectura”. Después de que el revolucionario pronunciara unas palabras, el impertinente recién llegado planteó algunas objeciones que fueron escuchadas con paciencia y respondidas con didactismo; desde entonces asistió a las conferencias de Lenin durante esta etapa parisina.
A pesar de que fue considerado afín al régimen soviético, no dudó en plantearse algunas reticencias sobre la figura de Stalin luego de cruzárselo en una conferencia de obreros a mediados de la década de los 30: “Sin duda, Stalin era un gran hombre, pero era un comunista y un marxista; hablábamos de una cultura nueva, pero parecíamos los adoradores de un chamán… Interrumpí enseguida el hilo de mis pensamientos: sí, estaba razonando como un intelectual. ¡Cuántas veces había oído decir que nosotros, los intelectuales, nos equivocábamos, que no comprendíamos las exigencias de nuestra época! ‘Intelectualoide’, ‘enredador’, ‘podrido liberal’”.
Quizá lo más edificante de la lectura de estas memorias sea su inclinación a la ironía, el insistente cuestionamiento de la verdad y, sobre todo, la conciencia de que la voz de un escritor puede ser asfixiada o amplificada dependiendo de las circunstancias históricas.