A los 75 años, después de una vida de intensos sobresaltos, Guillermo Prieto era uno de los hombres más respetados en los albores del porfirismo. Recluido en Cuernavaca tras una lesión cardiaca, tuvo que regresar a la capital para asistir a los funerales de su menor hijo José Guillermo. Así, el “poeta mexicano por excelencia, el poeta de la patria”, se retiró al municipio de Tacubaya pensando que la ciudad de su infancia, a la que rememoró como un “campo de batalla, de puertas cerradas, donde los víveres escaseaban y sólo se escuchaba el anuncio de la destrucción, la muerte y los robos repetidos”, había quedado atrás.
Pero la tranquilidad anhelada estaba vedada para el ilustre liberal; así lo constató el 1 de septiembre de 1893. Aquel día, el bardo no se encontraba en condiciones de hacer por sí mismo algunos recados en el corazón de la metrópoli. Mandó, entonces, a una de sus ayudantes, una joven “honradísima y fiel”, para que efectuara unos pagos, realizara algunas compras y obtuviera dos boletos de ferrocarril. Para que pudiera efectuar las diligencias, le dio 100 pesos.
La muchacha, billete en mano, se dirigió a una tienda, donde tenía que hacer el primer pago, con la esperanza de cambiar el dinero. Quiso la mala fortuna que el dependiente estuviera ausente, por lo que la mujer encaminó sus pasos a la calle de Santa Clara, al despacho de los Ferrocarriles del Distrito para sacar los pasajes. En el patio se paseaba un hombre de pantalón gris, saco negro, y sombrero fieltro, que entró al despacho y parecía ser un empleado del lugar, porque la recién llegada lo observó realizar tareas de secretario y acarrear papeles. La muchacha logró adquirir los boletos y deshacerse del billete de alta denominación. El cambio que recibió fue de nueve billetes de a 10 pesos y tres pesos plata que de inmediato envolvió en su pañuelo para evitar sobresaltos.
Cuando la enviada salió, a los pocos pasos le dio alcance el señor del sombrero. Le dijo que a los billetes y a los boletos le hacía falta el sello de la oficina ubicada en la calle Cinco de Mayo, sin el cual no eran válidos. Agradecida y confiada, la moza echó a andar tras el hombre y llegaron a una dependencia donde el supuesto empleado habló con uno de sus compañeros, quien lo enteró de que el sello que necesitaba lo encontraría en Palacio y que fueran para allá. Más tarde, la joven insistiría que ambos personajes portaban credenciales de la empresa de ferrocarril y no había nada sospechoso en ellos.
En los periódicos se concluyó la noticia de esta forma: “Fue la criada con el del fieltro, entró por la puerta de Arista, subieron al ministerio de Hacienda; el del fieltro salió sin sombrero (lo ocultaría) pidiéndole a la criada billete y boletos, la criada le dio el pañuelo y el hombre desapareció, yéndose, sin duda, por el corredor interior del patio que da al del Ministerio. No hay duda de que los cacos avanzan a las mil maravillas y sentimos el percance ocurrido al romancero”.
Días después del hurto, el escritor festejó las fiestas patrias con un texto que exaltaba la creatividad y el ingenio del mexicano, pero reclamando la educación, insistió en que esta dolencia nos mantenía cautivos en un algún capítulo de El Periquillo Sarniento. Pese a todo, la voz de Guillermo Prieto tuvo consecuencias y gracias a su narración se logró aprehender a los malhechores. Es motivo de celebración, también, que en este caso no tuvieron resonancia las palabras de Madame Calderón de la Barca: “Que es muy raro que en estas latitudes el crimen encuentre el castigo con tanta prontitud”.