La transición al siglo XX trajo una nueva conformación del fuero castrense. Entre las reformas implementadas por el ministro Bernardo Reyes, destaca la reorganización del Supremo Tribunal Militar en septiembre de 1901: “La institución de un tribunal supremo que conoce de asuntos exclusivamente militares viene a reforzar no sólo la maquinaria del ejército, sino también el poder personalista de los gobiernos, debido a la mecánica del nombramiento jerárquico de sus miembros. Podemos decir, en este momento, que se produce una modernización de la justicia militar, a través de la construcción de un aparato administrativo especializado”.

El Supremo Tribunal Militar tenía su sede en la exaduana de Santo Domingo y funcionaba en pleno y en salas. Los nombramientos los hacía el presidente de la República y debían ser los siguientes: presidente, vicepresidente, magistrados militares y letrados —divididos en dos salas—, más dos miembros suplementarios.

El 21 de agosto de 1903, la prensa comunicó la nueva integración del Supremo Tribunal Militar a razón de la muerte de Francisco O. Arces. En este caso, se eligió una plantilla que, en apariencia, no sería notable, de no ser por el último magistrado supernumerario que se sumó a la lista: “Se ha nombrado igualmente (…) a don José de la Paz Álvarez y don Victoriano Huerta, quien cesa en el mando que tenía del tercer batallón de infantería”. Ese mismo día, tomaron protesta de ley ante el subsecretario de Guerra y Marina.

El paso de Huerta por la corte marcial señala la cercanía y distinción que tenía con Díaz. El jalisciense probó por unos años las labores administrativas y dejó atrás los trabajos de campo. Sin embargo, tuvo que regresar de inmediato a la acción militar para sustituir al jefe político del territorio de Quintana Roo, ya que éste “había sido atacado por vómito”. Así, Huerta se trasladó a la península en enero de 1904, donde permaneció por más de seis meses.

Tras su vuelta, una licencia del magistrado Gregorio Ruiz permitió que Huerta tuviera más injerencia en las decisiones, pues lo sustituyó en la segunda sala. De esta manera pudo resolver en algunos juicios, como el de su viejo condiscípulo José Delgado y Piñeira, brigadier del batallón de zapadores, quien fue condenado, el 29 de marzo de 1896, por malversación de fondos.

Bajo esta imputación, Delgado fue degradado y puesto en prisión. En su primera apelación logró obtener su libertad bajo caución, pero no su reincorporación, por lo que continuó litigando hasta que su caso llegó a la máxima instancia militar el 25 de julio de 1905, confiado en que su amistad con Díaz le beneficiaría. Sin embargo, al ser un hecho notorio sus pillerías, la prensa satírica no dejó de lado el asunto: “Obregón con sus cámaras fotografió a carros y a trenistas del Parque de Ingenieros, en las mil ocasiones en que les sorprendió conduciendo material perteneciente a ese Parque y que San Expedito (Delgado) utilizaba en la construcción de una casa de su propiedad en la calle del Álamo. Tomó Obregón los retratos de los albañiles que trabajaban en la obra y resultaron ser soldados del ejército. (…) San Expedito cayó del pedestal, y cayó puede decirse en pie, pues le sostuvo en el desastre la complicidad, consciente o inconsciente de uno de sus decididos protectores. Hoy se dice que el Caudillo ha perdonado a su antiguo maestro de esgrima; que será rehabilitado Don José, después de haber sido dado de baja por indigno”.

Con todas las pruebas en contra de Delgado, los magistrados debían decidir entre un castigo merecido o permitir que se impusiera la voluntad de don Porfirio.

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