El 2020 nos robó mucho. Entre todo lo que perdimos se halla la experiencia viva de la cultura: museos, recitales, teatro, cine, conciertos, toda la gama de lo sentimental y estético. En el shock del futuro que nos alcanzó hubo poco tiempo y capacidad de reacción para compensar todo el mercado cultural que habríamos de echar en falta. Desde siempre hemos sabido que “el cine se ve mejor en el cine” y que “la música en vivo siempre suena mejor”, pero la epidemia nos enseñó que el sabor de la cultura es algo más, es la experiencia compartida.

En el repentino cambio en la cotidianidad, algunos gestores independientes aprendieron rápidamente a ofrecer alternativas: el séptimo arte amplió su servicio de reproducción en línea; las promotoras de conciertos perfeccionaron su oferta a distancia; incluso el teatro pudo ponerse al corriente y ofrecer algunas funciones “a la carta”. Todas estas iniciativas en algo ayudaron a paliar nuestra orfandad cultural.

Sin embargo, la contingencia evidenció las taras y el atraso de las instituciones culturales oficiales. Entre otras, las pinacotecas, hemerotecas y bibliotecas se quedaron rezagadas. El resultado ha sido que toda la actividad cultural del Estado —que es la más significativa— lleva prácticamente un año cancelada. La combinación letal de los recortes presupuestales, el anquilosamiento de sus burocracias, los obstáculos sindicales y el virus se unieron para hacer evidente que la cultura en México no se ha puesto al día y sólo sirve en esquemas habituales de consumo. Así, el 2020 ha sido un verdadero desastre para todo el sector, sin que al gobierno en turno parezca importarle. Es curioso que dentro del magno “proyecto Chapultepec” se contemple la apertura de más museos, cuando los que hoy existen permanecen en el abandono y no son capaces de ofrecer nuevas opciones.

Entre las entidades que le han quedado a deber mucho no sólo a su público, sino a quienes dependen de ellas para generar su trabajo, destaca la UNAM, que tiene a su cargo muy relevantes archivos que han permanecido clausurados sin ningún tipo de acceso. Una tragedia y un escándalo. Información que no ha sido digitalizada y que, contrario a lo que sucede en organismos comparables alrededor del mundo, simplemente no están en Internet. Así, gran parte de los materiales de la Biblioteca Nacional de México han quedado enclaustrados. Si en tiempos normales Enrique Serna ya había dado cuenta de la pesadilla burocrática que es la encargada de regentear el acervo cultural de la UNAM, no sorprende que en tiempos de emergencia la institución haya cerrado sus puertas “hasta nuevo aviso”.

Hace poco, Jorge Volpi profetizó “que la otra parte de nuestra salvación depende de la cultura”, aunque reconoció que “arrinconar a la cultura, como se ha hecho hasta ahora, es otro crimen”. Es acertado el diagnóstico del coordinador de Difusión Cultural de la máxima casa de estudios, aunque se extraña un poco de autocrítica en la comisión por omisión de ese atentado.

Cuando algunos intelectuales exigen que el legado de Octavio Paz debe tener por destino final la UNAM o algún otro ente oficial, quizá por ingenuidad, están condenando al poeta al olvido. Si en tiempos ordinarios acervos como los de Efraín Huerta, Rafael Heliodoro Valle o Alfonso Caso estaban sujetos a las veleidades típicas de nuestra Universidad, hoy, tristemente, forman parte del enorme archivo muerto de los llamados “fondos reservados”. Bien decía Elena Garro que “la culpa es de los tlaxcaltecas”, por eso ella vendió oportunamente sus papeles a Princeton, donde permanecen bien clasificados y consultables.

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