La acertada estrategia de publicidad de Adolfo Best Maugard cobró la fuerza esperada. Durante los meses de abril a junio de 1933, los lectores buscaban diariamente las diferentes reacciones de los entrevistados para dilucidar la existencia de la suerte. Algunas de ellas resultaban coléricas, como la del maestro Antonio Caso, que casi corre al reportero: “¡La suerte! Permítame que no lo siga por ese camino. Podemos hablar de la fortuna de las ideas y de los hombres y nos explicaríamos su triunfo. Pero la suerte, ¿cree usted que es tema digno de un maestro universitario?” En el ámbito de la biología, los doctores Tomás Perrin y Alfonso Herrera entraron en aparente contradicción; aquí la aseveración de Herrera: “El estudio de la Biología me ha enseñado que todo tiene explicación y causa. Pregúntele al doctor Perrin, si los microbios aparecen al capricho, al azar. Le dirá que no, que no es posible”. Pero al preguntarle al aludido, éste hizo una enfática división: “Le diré que no creo que exista la buena suerte, pero sí creo en la existencia del azar. Esto es algo imponderable, que interviene en determinados actos de nuestra existencia, cuando lo dejamos intervenir”.
Desde la trinchera de las letras y las bellas artes, un casi treintañero Salvador Novo hizo gala de su lirismo, luego de confesar ser creyente de los sortilegios: “No me quejo de mi suerte; me ha ido bien. Juego a la lotería, cuando los vendedores insisten; soy un jugador en potencia. De la lotería me agrada el juego de las ilusiones: comprar un billete, imaginarme que podría adquirir un automóvil y, al día siguiente, consultando la lista, llevarme una decepción. ¿Pero no el ilusionarse durante varias horas no compensa ya el dinero gastado?” En el mismo tono, Manuel M. Ponce opinó con estos finos acordes: “Amigo, ya lo dice la poesía castellana: ‘Suerte te dé Dios, hijo, que el saber no vale’. (…) Esta idea de la suerte es esencialmente poética. Creo que por esta razón debemos permitir que persista en el espíritu del hombre. En los momentos de mayor desaliento, el hombre piensa: ‘Tal vez cambie mi suerte…’ y ya eso es suficiente para su vida se llene de poesía”. Para el poeta Rafel López, que fue entrevistado mientras caminaba sobre Gante y Madero, su postura se redujo a un comentario rápido: “La suerte, la buena suerte, es una sonrisa de los dioses: breve y ligera. ¡Desgraciado del que no la aproveche!” En cambio, la convicción de la filosofía de Samuel Ramos cortó de tajo las sensibilidades de sus compañeros: “Ese es un concepto que no pertenece a ninguna realidad. Todo tiene una causa”.
Aurelio Manrique llevó el tema a una perspectiva historiográfica: “La historia de nuestro país presenta abundantes ejemplos para apoyar una tesis que sostenga que la suerte existe. Sí, podríamos creer, estamos tentados de creer en la suerte, ¿pero entonces qué hacemos de la voluntad y de la inteligencia del hombre, dirigidas hacia fines superiores? Por un momento y por un azar puede haber como un eclipse en la vida de un hombre y de un pueblo; pero al fin, después de esfuerzos heroicos y reiterados, se impondrá lo mejor, y no siempre la suerte está con lo mejor”.
Para Ezequiel A. Chávez la suerte no es más que “la combinación de fenómenos que, aunque separados los unos de los otros, coinciden en determinados puntos del tiempo y del espacio y que nos impresionan más vivamente que otro”.
Por fortuna, y por la nobleza de sus fines, la Lotería Nacional para la Asistencia Pública ha prevalecido hasta nuestros días, quizá no debido a esta y otras ingeniosas campañas, sino por la obcecada necesidad de la humanidad de creer en ese golpe de suerte que cambiará el curso de una vida.