El 5 de febrero se cumplieron cinco años de la publicación de la primera Constitución Política de la Ciudad de México, la cual fue elaborada por 100 diputados constituyentes que formaron un grupo heterogéneo integrado por abogados, economistas, líderes sociales, activistas, actores y comunicólogos, entre quienes, guiados por la necesidad de repartir, se asignaron las comisiones redactoras sin ton ni son —a manera de ejemplo, el hoy vocero de la Presidencia de la República presidió la comisión de “Pueblos y Barrios Originarios y Comunidades Indígenas Residentes”—. De esa centena constituyente, casi la mitad simpatiza hoy con MORENA, incluyendo a panistas disidentes como Gabriela Cuevas.

Desde el inicio de los trabajos de este peculiar conjunto de legisladores se podía percibir su tufo identitario y nacionalista, el cual guía hoy los destinos de la vida pública mexicana. En ese tenor, la carta magna capitalina arranca con un pomposo epígrafe atribuido al líder mexica Ténoch: “En tanto que dure el mundo, no acabará, no perecerá la fama, la gloria de México-Tenochtitlan”.

Así, todos los que intervinieron en la formación del máximo ordenamiento capitalino se comprometieron a guardar “lealtad al eco de la antigua palabra”, a cuidar “nuestra casa común”, a restaurar mediante “la obra laboriosa y la conducta solidaria de sus hijas e hijos, la transparencia de esta comarca emanada del agua”, amparados desde luego por el halo de ser “ciudadanas y ciudadanos íntegros y leales al nuevo orden constitucional”, y por el de pertenecer al “espejo en que se mire la República, digna capital de todas las mexicanas y los mexicanos y orgullo universal de nuestras raíces”. Lo único reprochable es que no utilizaron la fórmula del Reglamento Provisional del Imperio Mexicano de 1822 para sellar su compromiso: “Así Dios nos ayude y sea en nuestra defensa; si no, nos lo demande”.

Compuesta de 71 artículos y 39 transitorios, la Constitución capitalina no es la de menor articulado entre todas las del país —la de Querétaro tiene 40— ni la mayor —la de Chihuahua, 203—, pero sin duda es la más voluminosa en despropósitos jurídicos, en derechos sacados de la manga, la menos notable por su técnica legislativa, y la más curiosa por su peculiar estilo de redacción. En ella abundan los epígrafes de buenas intenciones y alto contenido ideológico para cada uno de sus artículos: “De la naturaleza intercultural, pluriétnica, plurilingüe y pluricultural de la Ciudad”, “Ciudad educadora y del conocimiento”, “Ciudad solidaria” o “Ciudad segura”.

Nuestro radiante mosaico de buenas intenciones entró en vigor el 17 de septiembre de 2018. A pesar del tiempo transcurrido, todavía hay juristas de renombre que no distinguen entre “concejo” y “consejo” o entre “alcaldía” y “demarcación territorial”. Quizás ese sea un detalle menor cuando vivimos en una metrópoli donde “las personas profesionales de la información tienen derecho a desempeñarse de manera libre”, se salvaguarda “su dignidad personal y profesional e independencia” y se garantiza “la seguridad de las personas que ejerzan el periodismo; así como las condiciones para que quienes sean perseguidos arbitrariamente en el ejercicio de dicha actividad profesional”.

Lo de menos es saber cuántos y cuáles de sus numerosos “derechos humanos” efectivamente se ejercen o cuáles han sido sus consecuencias jurídicas concretas, para bien y para mal. Lo bueno es que dice cosas tan bonitas e inobjetables que ya se está pensando implementar una consulta popular para confirmar que es la más hermosa del mundo, únicamente antecedida por el ordenamiento francés.

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