Con afán de subsistir al paso del tiempo, la calle de Relox, o del Reloj, ha sido una de las vías con mayor tradición en la Ciudad de México. Obtuvo su nombre por un misterioso reloj ubicado ahí a principios del Virreinato, que pudo ser el primer aparato público de su clase; sin embargo, no ha sido su único apelativo. A finales del siglo XIX, la nomenclatura de toda la metrópoli mutó para designar su orientación en puntos cardinales, por lo que le correspondió la designación de Norte 7. Pronto la cantidad de vías complejizó su referencia y los viejos nombres sobrevivieron.
La fuerza de los referentes populares impidió que la denominación de Relox fuera continua. Se interrumpía, hacia el norte, por Santa Catalina de Siena, ya que ahí se encontraba el famoso convento. Más adelante adoptaba el nombre de Puente de Leguísamo. Luego, puntual, recuperaba su naturaleza de cucú por dos cuadras más hasta topar con Zapateros, de nuevo Relox y terminaba en Puente Blanco. Durante las primeras décadas de la Colonia, esta rúa, por quedar a la espalda de la Catedral, no gozó de prestigio, pero la urbanización la sumó como una de las arterias más elegantes de lo que en el futuro conformaría el Centro Histórico.
El jurista decimonónico Miguel Macedo describe el barrio: “Las calles del Relox quedan entre manzanas de la forma y dimensiones que fueron las comunes en el trazado de la ciudad española y que miden cien varas, o sea ochenta y tres metros”, y recuerda la juventud y la algarabía de sus transeúntes, puesto que “albergó el cuartel latino de la ciudad, porque en él se han encontrado sus principales escuelas. En los tiempos pasados, San Ildefonso, San Pedro y San Pablo; hoy la Preparatoria con sus dos edificios de San Ildefonso, la Facultad de Jurisprudencia, la de Medicina, la Escuela de Altos Estudios y otros planteles agrupados en ese corto radio”. Esa zona también alojó al Salón España, una de las cantinas emblemáticas de la metrópoli y al antiguo mercado del Volador, que por su cercanía y surtido se convirtió en la mejor opción de compra. Su vecindad con San Ildefonso le aportó un matiz cultural, ahí se encontraban tres librerías legendarias: la Porrúa, la Robredo y la empresa editorial “Cultura”.
Desde los tiempos de Díaz, la arteria daba muestras de semejanza con el paso rápido en que se ha convertido en nuestros días: “Las horas de actividad de la aduana y la entrada y salida de los estudiantes de las escuelas, ya que el vecindario era muy reducido, puesto que había (algunas) con una acera, y a veces con ambas, ocupadas totalmente, o casi, por iglesias, conventos, colegios, comercios u otros edificios de carácter oficial”. Además era tránsito obligado para llegar a la garita de Peralvillo, lo que la hacía un camino populoso.
El siglo XX coronó a la calle de Relox con una presencia profunda, así lo recuerda un bachiller: “Para nosotros ir a las librerías (…) era una experiencia muy especial porque como estaban cerca de la Preparatoria Nacional y de la Secretaría de Educación Pública —donde los escritores eran maestros o empleados—, veíamos pasar a las grandes figuras: don Artemio de Valle Arizpe con sus bigotes; Xavier Villaurrutia, Julio Torri, Salvador Novo, Efrén Hernández. Muchos de ellos vivían prácticamente (…) conversando sobre las novedades editoriales, literatura, política. Recuerdo también a Alejandro Gómez Arias, Andrés Henestrosa y Manuel Moreno Sánchez”.
Al final, el régimen de Obregón consiguió lo que 400 años de historia no lograron: cambiar el apelativo. Hoy los visitantes y residentes deambulan por República de Argentina, siendo inadvertidos tiempos de mayor gloria.