Luego de expiar culpas por la muerte, en duelo, de José C. Verástegui y de su traición a los Madero en la Decena Trágica, el viejo general Francisco Romero Andrade, si bien no fue procesado, fue condenado al olvido, como una especie de revancha patria por la veleidad de sus filiaciones. Pese a ello, la historia le tenía reservada una última salida al escenario digna del sufrimiento mexicano.
En 1925, con 72 años de edad, el militar gozaba de una vejez tranquila, era dueño de algunas casas que alquilaba, así como de un local comercial en los bajos de su residencia situada en 5 de Febrero y Cuauhtemotzin. En el vecindario, el domicilio era conocido como “la Casa Roja”, su llamativo color daba vida a los tres pisos que se izaban en dicha esquina.
Sin embargo, su quietud se vio alterada la noche del jueves 30 de abril, cuando Romero se encontraba tomando chocolate con su octogenaria hermana, seis individuos interrumpieron la apacible escena. Los forajidos sabían que Romero compartía sus estancias, además de con su pariente, con su sobrina y el esposo de ésta, quienes no se encontraban en esa hora funesta.
Los malhechores ataron a los ancianos a sendas sillas, encerraron a la cocinera y a la recamarera, y se movieron con soltura dentro de la enredada casa, pues tenía algunas puertas falsas, por lo que la policía sospechó que el robo tuvo que haber sido planeado por alguien que conociera las intrincadas habitaciones. Romero fue interrogado acerca de sus alhajas. Con un puñal en la barbilla y con la serenidad en el resto de su rostro, contestaba que no poseía más que unas viejas acerinas y que, con gusto, las podían tomar.
Exasperados, y delatando de nuevo sus conocimientos de las posesiones del exmilitar, los asaltantes insistieron en que les entregara el “tesoro”. La invocación de tal sustantivo aunado a la nomenclatura de la calle, recordó a uno de los bandidos un célebre pasaje de la historia nacional: “Como se rehusara el general a entrar en mayores explicaciones, se ordenó que se le aplicara el ‘tormento de Cuauhtémoc’ […]. Le sujetaron los pies, quitándole el calzado y los calcetines, y le arrimaron un alto de papeles encendidos, que el general trató de apagar con los mismos pies, resistiendo las quemaduras”.
La nota del asalto ocupó a la prensa durante varios días. Aunque todos los responsables se dieron a la fuga, al poco tiempo se dio con el culpable, quien, en efecto, conocía a detalle la vida del veterano. Se trataba de su administrador, Domingo Higareda, autor intelectual de los hechos. De sus copartícipes sólo se atrapó a tres en un maltrecho hotel en la calle Panamá, y en su poder encontraron un duplicado de la llave del zaguán que Higareda había facilitado. Del paradero de las alhajas no se supo más. Romero murió cinco años después con una balanza quizá desnivelada entre lo vivido y lo cobrado.