Tras conocer que sus opciones para acceder al notariado se limitaban a impugnar judicialmente la decisión que le negó la titularidad de la notaría 128 o esperar otra oposición, Angelina tomó una sorprendente decisión.

La poblana valoró todos los años de lucha, las adversidades que había tenido que sortear, las horas que había dedicado al estudio y que, al final, a pesar de haber cumplido en exceso con los requisitos para alcanzar la meta que se trazó desde que egresó de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, una y otra vez, unos obcecados notarios, con evidente misoginia, se empeñaban en cerrarle las puertas.

En sus cavilaciones recordó los dichos de ciertos diputados durante la discusión de la posibilidad de que su género accediera a esa profesión: “Las mujeres —no es un prejuicio, es una realidad—, (…) están llamadas, su organismo está llamado a desempeñar delicadísimas funciones, muy distintas por cierto a levantar actas en un protocolo, (y) sufre con relativa frecuencia perturbaciones que en algunas ocasiones la obligan a permanecer algunos días en el hogar, con menoscabo de cualquiera función que se le encomiende. Y la cosa se agrava más todavía cuando el amor o el deber llaman a la mujer, al desempeño de la misión más elevada que la naturaleza le haya encomendado: a la sagrada, y sublime función de la maternidad. ¡Imagínense ustedes a la señora notaria en vísperas de dar a luz!”.

Con la firmeza que la caracterizaba, Angelina resolvió que no quería pertenecer a una cofradía de esa naturaleza, dejando al Consejo de Notarios a la espera de una demanda o de una nueva solicitud de examen. En suma, Angelina acreditó estar en otro nivel y los que aparentemente se sintieron ganadores perdieron a la que por mucho debió ser la primera notaria. Así, la joven rubia y de ojos verdes, de apenas 1.50 metros de estatura y 40 kilos, demostró mayor entereza moral que todos sus jueces.

La gesta de Angelina volvió al ojo público cuando, en 1965, un grupo de legisladores la evocaron para justificar una propuesta de reformas a la Ley del Notariado e incluir, en la definición de notario, que este podía ser hombre o mujer, y así evitar que se repitieran algunas de las injusticias que se cometieron contra ella. Los autores de la iniciativa reconocieron que el esfuerzo de Angelina contribuyó a “la abolición de leyes en las cuales (subsistieran) discriminaciones para la mujer”.

En los siguientes años de su vida, Angelina abandonó todo contacto con el mundo jurídico y se confinó con su madre —quien, de acuerdo con algunos parientes, parecía tenerla sometida— y una tía. No se casó ni tuvo descendencia y se refugió en la lectura, disfrutaba de la música culta y de vez en cuando impartía clases de francés. Sus sobrinos la recuerdan como una persona “muy dulce (y) paciente (que) siempre tenía una sonrisa en el rostro, no estaba amargada o frustrada. Una mujer hermosa por dentro y por fuera. Muy amable. La queríamos mucho. Fue una figura en la familia”.

Tras la muerte de su madre, en 1968, Angelina se recluyó aún más y, quizá, la depresión que varios le percibían se acrecentó, manifestándose en largos episodios de melancolía. Y entonces se interpuso el cruel destino. A quien bregó para dejar constancia fehaciente de los hechos, al final no se le permitió documentar ni su propia realidad.

María Angelina Domercq Balseca falleció el 4 de noviembre de 2002. Tenía 83 años. Ahora yace, envuelta en el olvido, en una solitaria tumba del panteón Jardines del Recuerdo.

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